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¿Dónde está el insulto del Papa a los musulmanes?

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-Lea usted y compruebe que la tal afrenta no existe-
Extracto del discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona sobre una nueva relación entre fe y razón para permitir el diálogo entre culturas y religiones.

 


Para mí es un momento emocionante estar nuevamente en la cátedra de la universidad y poder impartir una vez más una lección. Mi pensamiento vuelve a aquellos años en los que inicié mi actividad de profesor académico en la Universidad de Bonn.

Una vez al semestre había un «dies academicus», en el que los profesores de todas las facultades se presentaban delante de los estudiantes de toda la universidad, haciendo posible una verdadera experiencia de «universitas». La universidad, sin duda, estaba orgullosa también de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionalidad de la fe, desarrollan un trabajo que necesariamente forma parte del «todo» de la «universitas scientiarum», aunque no todos podían compartir la fe, por cuya correlación con la razón común se esfuerzan los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón tampoco quedó perturbada cuando se supo que uno de los colegas había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad era una convicción indiscutida el hecho de que, incluso frente a un escepticismo así de radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y en el contexto de la tradición de la fe cristiana.

Me acordé de todo esto cuando recientemente leí la parte editada por el profesor Theodore Khoury (Münster) del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez durante el invierno del 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y la verdad de ambos. Fue probablemente el mismo emperador quien anotó, durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402, este diálogo. De este modo se explica el que sus razonamientos son reportados con mucho más detalle que las respuestas del erudito persa. El diálogo afronta el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero necesariamente también en la relación entre las «tres Leyes» o tres órdenes de vida: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, Corán. Quisiera tocar en esta conferencia un solo argumento —más que nada marginal en la estructura del diálogo— que, en el contexto del tema «fe y razón» me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre este tema.

En el séptimo coloquio (controversia) editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la «yihad» (guerra santa). Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de la fe». Es una de las suras del periodo inicial en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en los particulares, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», de manera sorprendentemente brusca se dirige a su interlocutor simplemente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia, en general, diciendo: «Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba». El emperador explica así minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que se pueda amenazar a una persona de muerte…».

La afirmación decisiva en esta argumentación contra la conversión mediante la violencia es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta que para el emperador, como buen bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. Para la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la racionalidad. En este contexto Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien revela que Ibh Hazn llega a decir que Dios no estaría condicionado ni siquiera por su misma palabra y que nada lo obligaría a revelarnos la verdad. Si fuese su voluntad, el hombre debería practicar incluso la idolatría.

Aquí se abre, en la comprensión de Dios y por lo tanto en la realización concreta de la religión, un dilema que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o es válido siempre por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda concordancia entre aquello que es griego en el mejor sentido y aquello que es fe en Dios sobre el fundamento de la Biblia. Modificando el primer verso del libro del Génesis, Juan comenzó el «Prólogo» de su Evangelio con las palabras: «Al principio era el logos». Es justamente esta palabra la que usa el emperador: Dios actúa con «logos». «Logos» significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero, como razón. Con esto, Juan nos ha entregado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra en la que todas las vías frecuentemente fatigosas y tortuosas de la fe bíblica alcanzan su meta, encontrando su síntesis. En principio era el «logos», y el «logos» es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio un macedonio y escuchó su súplica: «¡Ven a Macedonia y ayúdanos!» (cf. Hch 16, 6-10), puede ser interpretada como una «condensación» de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega.

Hoy nosotros sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento, realizada en Alejandría —la Biblia de los «Setenta»—, es más que una simple traducción del texto hebreo. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente desde la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, desde la naturaleza del pensamiento helenístico fusionado ya con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el ‘logos’» es contrario a la naturaleza de Dios.

Honestamente es necesario anotar que en el tardío Medioevo se han desarrollado en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraposición al así llamado intelectualismo agustiniano y tomista, con Juan Duns Escoto comenzó un planteamiento voluntarista, que al final llevó a la afirmación de que sólo conoceremos de Dios la «voluntas ordinata».

Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él habría podido crear y hacer también lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que, sin lugar a dudas, pueden acercarse a aquellas de Ibn Hazn y podrían llevar hasta la imagen de un Dios-Árbitro, que no está ligado ni siquiera a la verdad y al bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien dejan de ser un espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus decisiones efectivas.

En contraposición, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que… Dios no se hace más divino por el hecho que lo alejemos en un voluntarismo puro e impenetrable, sino que el Dios verdaderamente divino es ese Dios que se ha mostrado como el «logos» y como «logos» ha actuado y actúa lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor «sobrepasa» el conocimiento y es. por esto, capaz de percibir más que el simple pensamiento (cfr. Ef 3,19); sin embargo, el amor del Dios-Logos concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón; como añade san Pablo, es «lógico» (cfr. Rm 12, 1).

Ese acercamiento recíproco interior, que se ha dado entre la fe bíblica y el interrogarse a nivel filosófico del pensamiento griego, es un dato de importancia decisiva no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también desde el de la historia universal, un dato que nos afecta también hoy.

Y así llego a la conclusión. … Mientras nos regocijamos en las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, también podemos apreciar los peligros que emergen de estas posibilidades y tenemos que preguntarnos cómo podemos superarlas. Sólo lo lograremos si la razón y la fe avanzan juntas de un modo nuevo, si superamos la limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable, y si una vez más generamos nuevos horizontes.

Sólo así podemos lograr ese diálogo genuino de culturas y religiones que necesitamos con urgencia hoy.

«No actuar razonablemente (con «logos») es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II, de acuerdo con el entendimiento cristiano de Dios, en respuesta a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a encontrar este gran «logos», esta amplitud de la razón. Es la gran tarea de la universidad redescubrirlo constantemente.