Nos duele el mal que hicimos. Por eso pedimos perdón al familiar, al amigo, al compañero de trabajo, a esa persona a la que ofendimos tanto.
Pedimos también perdón a Dios, porque se interesa por nuestra historia, porque sigue nuestros pasos, porque somos sus hijos débiles y enfermos.
La petición de perdón, sin embargo, queda coja si la convertimos en una fórmula hueca, en una especie de rito que repetimos una y otra vez para continuar luego en las mismas actitudes malas, en los mismos modos de proceder que nos llevaron a ofender a Dios y a los hermanos.
No basta, por lo tanto, con pedir perdón. Hay que dar pasos concretos para abrirnos a la gracia, para analizar a fondo la propia conciencia, para descubrir qué hemos de cambiar para que sea posible evitar futuros pecados y ofensas que dañan tantos corazones.
Además, hay que reparar el daño cometido. Si herimos a una persona, si privamos de su buena fama a un inocente, si robamos un objeto de la oficina, estamos obligados, en justicia, a resarcir por los males cometidos y a devolver a cada uno aquello que le corresponde.
Igualmente, estamos llamados a poner manos a la obra para huir de ocasiones próximas de pecado, como repetimos en algunos actos de contrición. Con sencillez y con realismo, hay que apartar cualquier obstáculo que nos arrastre, poco a poco, hacia el mal.
De ese modo, nuestra petición de perdón iniciará un movimiento eficaz, práctico, que toca las fibras más concretas de la vida, porque nos aleja del camino del mal y la injusticia, y porque nos introduce en el camino de la verdad, la honradez y el amor sincero.