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Los gestos del nuevo Papa

La Iglesia se renueva siempre, no morirá jamás. Más allá del presagio de los falsos optimistas y de los falsos pesimistas. Cristo la guía y su certeza está en él. Palabras de Benedicto XVI, todavía Papa, en un imperdible discurso a los seminaristas de la diócesis de Roma. Corría la tarde del viernes 8 de febrero, en el Seminario Mayor Romano. En ese momento el pontífice ya había decidido renunciar, pero sólo lo sabía en su corazón. A “toro pasado” y a pocas horas de la elección del Papa Francisco, sus palabras resultan proféticas.  Y su dimisión también. Porque la llegada de Jorge Mario Bergoglio al trono de San Pedro ha traído ya vientos de renovación.

Jamás imaginé haber presenciado en vivo la renuncia de un obispo de Roma. Mucho menos pensé alguna vez poder contar la elección al pontificado de un argentino. Todo eso ocurrió en poco más de un mes. Una serie de episodios en cadena que han abierto un panorama insospechado para la catolicidad.

La “fumata” blanca llegó a las 19:05. Tras un momento de incertidumbre resultó blanquísima. La multitud rompió en un emocionante grito. La sala de prensa del Vaticano era un hervidero. Periodistas que hablaban por teléfono, otros gritaban emocionados. Era el momento deseado. Pero nadie esperaba que los cardenales pusiesen al mundo patas arriba, con una enorme valentía y muchos pantalones. No sólo decidieron elegir a un Papa extra-europeo, sino que lo fueron a buscar “al fin del mundo”.

Más allá de la jornada intensa e histórica, la “fumata” negra de las 11:39, la lluvia y el frío, las miles de personas –en su mayoría jóvenes- que esperaron por horas la elección de un Papa, la gaviota posada durante una hora sobre la chimenea de la Capilla Sixtina, los comentarios, la conmoción y el estupor. Más allá de todo eso, en mensaje está en los gestos del nuevo Papa. Para nada casuales. Señales que deben leerse a profundidad, para comprender la magnitud del pastor.

Al asomarse al balcón central de la Basílica de San Pedro el nuevo pontífice se presentó a la multitud vestido de blanco. Nada más. Prescindió del histórico hábito coral. Dejó aparte el roquete, la muceta y la estola. Prefirió la simpleza y eso a algunos les hizo fruncir el seño, preocupados por la tradición litúrgica. Algo similar ocurrió con Juan Pablo II en 1979, cuando el maestro de ceremonias se negaba a darle el micrófono. Él estaba empeñado en saludar a la gente, pero le dijeron: “sólo la bendición, Su Santidad”. Finalmente se impuso la voluntad de Karol Wojtyla, y el resto es historia.

Bergoglio sólo uso la estola papal, morada con dorado, al momento de impartir la bendición en latín. Luego se la quitó, la besó con devoción y se la entregó a Guido Marini, el maestro de ceremonias. Al dirigir sus palabras pidió a la multitud que invocaran a Dios una bendición por él. Pero no fue una frase hecha, realmente bajó la cabeza, el silencio cayó sobre la Plaza de San Pedro y una oración muda se alzó al cielo. En su mensaje dio su lugar a la diócesis de Roma, a su vicario y pidió comenzar el camino “pueblo y pastor”. Y también mantuvo su cruz de madera, en vez de optar por un crucifijo de oro. Todas estos detalles, que algunos llaman “bergogliadas”, permitieron una conexión ideal entre el Papa y su pueblo.

Pero la señal más grande de este día histórico estuvo en el anuncio del nombre del pastor: Francisco. El santo de Asís, que se despojó de todo para servir a Dios, que llegó a arrodillarse ante el Papa y con su ejemplo de vida reformó la Iglesia.

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