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Corrupción en el Vaticano

Cuentan que mientras los bárbaros asediaban Hipona y la bombardeaban con enormes piedras San Agustín intentaba tranquilizar a los habitantes de la ciudad, que tenían la tentación de sentirse abandonados por Dios, diciéndoles: “¿De verdad nos vamos a escandalizar por la muerte de hombres mortales?”

La publicación de dos libros en Italia sobre la corrupción económica en el Vaticano ha despertado una humareda densa alrededor de las finanzas de la Santa Sede y sobre la vida de determinados cardenales que, según parece, han utilizado el dinero de otros en su propio beneficio.

Aquí hay mucho de artificio y de estrategia de los enemigos de la Fe, pero ni siquiera eso nos debe impedir atender al problema y mirarlo con sensatez. Hay sacerdotes, obispos, cardenales, que han sido tentados por el diablo y se han dejado arrastrar a una vida de pecado. ¿Cuál es la sorpresa? ¿Acaso alguien nos ha dicho que la ordenación sacerdotal borra terminantemente el pecado original? ¿No será más bien que son hombres de carne y hueso como nosotros, con sus tensiones, problemas, desfallecimientos, tan necesitados de la misericordia y la compañía de Cristo como cualquier otro?

El pecado está al alcance de todos y, como dice Francisco: “comienza como un pequeño sobre… ¡y después es como la droga!”, lo que nos lleva a pedir que “los devotos de la corrupción se den cuenta de que la dignidad viene del trabajo digno, del trabajo honrado, del trabajo de cada día”. Cuando alguien se rasga las vestiduras porque descubre en otros comportamientos censurables siempre me acuerdo del Evangelio de la mujer adúltera: “Quien esté libre de pecado…”

La corrupción no desaparece por exigirle a los demás la santidad, como si la pudiesen adquirir en el supermercado o conseguirla sólo con su esfuerzo. El arma  que tenemos para hacerle frente es la transparencia. Vivir sin la mentira, que decía Alexander Solschenitzin.

La Iglesia no puede ser juzgada por los delitos que comentan sus miembros con mayor rigor del que se aplica a cualquier otra realidad, porque los que pertenecemos a ella no estamos hechos de otra pasta, pero sí que podemos pedir, como está haciendo ya Francisco no con poco esfuerzo, que sea transparente y que sienta el dolor por sus pecados. Nuestro Papa está empeñado en esto… y no será fácil. Recemos por él.