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Terrorismo, ¿en nombre de Dios?

“Dios, Padre bueno, acoja a todas las víctimas en su paz, sostenga a los heridos y conforte a los familiares; Él aleje todo proyecto de terror y de muerte, para que ningún hombre ose más derramar la sangre del hermano”. Así lo decía el Papa este pasado domingo 17: “Dios, Padre bueno”; y porque Dios es un Padre bueno nadie puede pensar con sensatez en matar en su nombre, ni en buscar su agrado extendiendo el odio, el sufrimiento y el horror.

Ese dios menor en nombre del que un hombre perdido, alcoholizado y deprimido ha utilizado un camión para sesgar casi un centenar de vidas humanas no es más que un ídolo de barro, como esos ídolos demoníacos a los que las tribus precolombinas sacrificaban víctimas indefensas. Son demonios creados por hombres en las mismas calles de las grandes ciudades europeas por las que los jóvenes desocupados persiguen a los ubicuos pokemon virtuales.

Algunos grandes escritores de los últimos años lo han señalado con acierto: Philippe Murray, Fabrice Hadjadj, Renée Girard… todos ellos concuerdan en que el origen del yihadismo no es el renacer de una visión fundamentalista de la religión sino el mismo nihilismo absurdo que ocupa nuestra cotidianidad. De hecho, los que vienen a matarnos no lo hacen desde los lejanos desiertos: nacen en los barrios de las urbes más modernas y desarrolladas y quedan empapados de la insatisfacción que cubre las vidas de los hombres de Occidente.

Francisco fue claro cuando, condenando los atentados de París de noviembre de 2015, señaló que “utilizar el nombre de Dios para justificar ese camino es una blasfemia”, pero estos bárbaros que vienen del interior de nuestros barrios no lo sienten como tal porque apelan al dios pequeñito que se han inventado y por el que pretenden huir de una vida que sienten perdida y miserable. Tan perdida y miserable como la sentiría yo, o cualquiera -como tantos la sienten- si no se ha conocido a Cristo o se vive dándole la espalda.

El problema del terrorismo no es la religiosidad. No es el Islam, ni el cristianismo, ni el judaísmo. El problema del terrorismo es ese ateísmo vacío por el que “todo está permitido” y al que, convertido en una ideología absurda, se entregan pobres gentes que carecen de recursos, de esperanza y de futuro.