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Terreno minado

Al despedirse de México el Papa Francisco dijo: Me alienta ver tanta alegría en medio de tanto sufrimiento. Esto fue en la ciudad de Tijuana, una de las ciudades más lastimadas por la violencia, especialmente contra las mujeres, y por el maltrato a los migrantes. Esa frase es una síntesis profunda del alma del pueblo católico mexicano. Él percibió y expresó con propiedad y agudeza lo que no perciben ni menos alcanzan a comprender todos aquellos que ejercen el poder público en nuestra nación. Basta escuchar cómo tratan al pueblo mexicano creyente los medios de comunicación. Al referirse a los asuntos que atañen a la iglesia católica, utilizan los términos más ambiguos y agresivos posibles. A la malicia acompaña el desconocimiento, no digamos de la naturaleza de la Iglesia y en general de la religión católica, sino de la misma terminología. Cubren la falta de profesionalismo con el abuso en la expresión. Sin recato confunden la misa con la homilía, la sacristía con el bautisterio y la catolicidad de la Iglesia con una transnacional.

Si de la nomenclatura pasamos a los contenidos, sobre todo de los hechos de impacto social, las noticias y comentarios llevan siempre el tono de desprecio para los sacerdotes y obispos, y para la Iglesia en general. Se difama a placer. Lo sucedido con el caso de los sacerdotes asesinados recientemente, dos en Veracruz y uno en Michoacán, ilustra lo de siempre. Los medios informativos, coludidos con las autoridades, han esparcido rumores denigrando a las víctimas, pretendiendo ellos eludir su propia responsabilidad. El Papa Francisco ha tenido que manifestar públicamente su dolor a causa de hechos tan lastimosos sucedidos en nuestro país. Poco después, orando por el cese de la violencia en México, el Papa hizo resonar en la Plaza de San Pedro el himno guadalupano, por si acá alguien lo pudiera escuchar. Las víctimas civiles, sobre todo cuando se trata de pobres e indefensos, suelen padecer iguales o peores escarnios, pues los medios informativos se han constituido no sólo en informantes sino en investigadores, fiscales y jueces. Ante la inoperancia de la autoridad responsable, se instalan como tribunales inapelables.

Las manifestaciones públicas de fe católica se suelen minimizar y desvirtuar con una constancia sistemática, sobre todo cuando no cuadran con lo políticamente correcto, es decir, con la ideología dominante. Se reduce el número de asistentes, se resalta algún hecho lamentable y se intercalan escenas de escándalo. Están al servicio del poder. Pero como los hechos que suceden nadie los puede cambiar, la sociedad con sentido común razona aumentando su desconfianza e incredulidad en la autoridad y en los medios informativos. Ambos gozan del mismo rechazo popular. Buscan subsanar este bache llamando a consulta a los pretendidos analistas sociales y peritos en asuntos religiosos, que no son más que voces alquiladas cuyas opiniones coinciden con las suyas. El pretendido intercambio de ideas no es otra cosa que escuchar lo que se quiere oír. Los sistemas de pensamiento único suelen tener sus voceros oficiales sometidos tanto a la ideología que humilla la inteligencia como a la economía que acosa al estómago. La antigua triste historia del sanedrín se repite.

La fuerza de la Iglesia consiste en el anuncio de la verdad, y su único reclamo es el uso pleno de su libertad. Su agenda la señala el Evangelio, no los medios de comunicación. El proceso evangelizador es por atracción, no por imposición ni por compromiso partidario. El tesoro del Evangelio que lleva en su corazón el pueblo católico mexicano lo hace caminar con alegría por el terreno minado de las ideologías.