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El Dios que se involucra

Todos los años al despertar el alba del día primero nace en nosotros el deseo de realizar ciertos cambios en la vida, de conseguir metas, objetivos… y al mismo tiempo surge el debate sobre si esta actitud es positiva o negativa, si nos conducirá a la frustración y al desengaño o a una vida de mayor calidad y amplitud.

En realidad es una discusión fútil. Como seres humanos necesitamos –es cierto que unos más y otros menos- proyectar nuestra vida hacia el futuro. De hecho, la esperanza en ese futuro es el motor de nuestro presente, la razón que nos pone en movimiento. El miedo a que las cosas no sean a la postre cómo las habíamos previsto no debe ser razón para quedar ahora paralizados. La experiencia demuestra una y otra vez que los resultados no alcanzan la altura a la que habíamos elevado la vista y que todo ensueño en el que nos implicamos termina dándonos menos satisfacciones de las que poblaron nuestra fantasía antes de iniciar el camino. Sin embargo, esto no significa que no haya un resultado, que no hayamos avanzado o que, en el peor de los casos y si hemos errado por completo, no haya quedado la experiencia como valioso fruto del fracaso.

Pero también hay otra experiencia: la del don. No todo lo que conseguimos es secuela de nuestros esfuerzos y, es más, las cosas más bellas que nos da la vida vienen a nuestras manos como un regalo inesperado y apabullante. Los hijos que nos llegan hechos a Su manera, las personas amadas, los nuevos amigos…

Si unimos ambas miradas, la de lo que queremos hacer y la de aquello que nos viene al encuentro, tal vez caigamos en la cuenta de que, como ha señalado Francisco justo antes de finalizar el año, “Dios se involucra involucrándonos, haciéndonos parte de su obra, invitándonos a asumir el futuro que tenemos por delante con valentía y decisión”. De esta manera podremos ver que Él desea cumplir todo lo que deseemos, pero siempre pensando en un bien más grande que a veces nosotros no alcanzamos ni a vislumbrar ni a comprender. Por eso podemos soñar y, al mismo tiempo, abrazar la realidad –la que sea- con la esperanza puesta en el corazón de nuestro Padre.