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La biblia es una persona

Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín |

Desde luego que la Biblia es un libro; más aún, una colección de libros. Todavía podemos decir más: es una biblioteca, con dos colecciones de escritos que llamamos Testamentos, el Nuevo y el Antiguo. Y si nos acercamos un paso más y nos atrevemos a entrar en esa biblioteca y a abrir ese libro, encontraremos una literatura al mismo tiempo extraña y extraordinaria. Maravillosa. Muy diferente a la que ahora conocemos, pero que al mismo tiempo es capaz de llamar la atención, de interesarnos, de conmovernos y quizá hasta de convertirnos en aficionados y devotos. Digo devotos porque se trata, extrañamente también, de un libro religioso, el más leído en el mundo. Y el de mayor calado. Religioso sí, porque trata de la relación del hombre con Dios, pero piadoso no, porque ofrece enseñanzas sublimes y ejemplos maravillosos de conductas humanas ejemplares, pero que contiene también –y aquí comienzan para muchos los escrúpulos- escenas violentas y escandalosas como son los asesinatos, adulterios, injusticias y traiciones cometidas por personajes de toda clase y de todas las épocas de la historia. Nunca dice que se las imite, pero no se oculta su maldad. En resumen, la Biblia es una colección de libros en donde se refleja la historia de la humanidad, con sus dramas y romances, y de cada ser humano. Allí usted encontrará su retrato, el personaje con el cual se verá identificado si tiene usted la valentía de quitarse la máscara y acercarse a ese espejo de humanidad con sincero corazón.

La Biblia contiene historias, narraciones épicas, libros de rúbricas, códigos legislativos y judiciales, escenas de batallas, vidas ejemplares o escandalosas, oraciones poéticas y cantos litúrgicos, improperios y lamentaciones, poemas de amor y dramas existenciales, consejos de sabios y reprensiones proféticas, visiones perturbadoras y anuncios esperanzadores. Pero, en medio de esta maraña humano-divina, resplandece el anuncio de un hecho inimaginable, único, incomprensible, que jamás se volverá a repetir, pero que marcó para siempre la historia de la humanidad: Esa Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Esa Palabra que estaba con Dios y era Dios, se nos fue dando por entregas, poco a poco, con divina pedagogía, en el Antiguo Testamento, y en el Nuevo se nos dio, toda entera, en Jesucristo.

Este es un acontecimiento de tal naturaleza que jamás se dio ni se dará otro semejante. Este personaje que desafió a los sabios y poderosos, habita en las palabras de ese libro, la Biblia, y cobra vida y crece cuando se lee con fe y con amor. Lo que comenzó siendo palabra pronunciada por Dios se convertirá después en hechos salvadores hasta hacerse un Dios solidario con su pueblo: Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios. Este fue como un pacto matrimonial, con intercambio de sangre y de nombre: “Dios será el Dios de Israel e Israel será el pueblo de Dios”. Esto, sucedido en el Antiguo Testamento, sólo será una figura y sombra de lo que acontecerá en el Nuevo: Que esta Palabra de Dios se hizo carne, hermano nuestro, y se llamó Jesucristo. Esta Novedad marcó el final de esa Antigua Alianza, superada ahora por la Nueva, el llamado Nuevo Testamento. Alianza nueva y al mismo tiempo eterna, porque no habrá ni puede haber otra mejor. De este modo, todo lo que se dijo y sucedió en el Antiguo Testamento se cumple esplendorosamente en el Nuevo, cuyo centro y culmen es una persona: Jesucristo. Quien se acerca a la Biblia dejándose conducir por el Espíritu Santo, tarde o temprano encuentra el tesoro escondido: Jesucristo.