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La revolución del Espíritu

En Pentecostés la Iglesia celebra, más que la persona del Espíritu Santo, su efusión o irrupción en la Iglesia. Celebra su venida sobre María y los apóstoles. Hacemos memoria del hecho histórico como de un constante advenimiento sobre la Iglesia. Porque vino, le pedimos que siga viniendo con sus dones y con su poder a renovar el mundo entero. ¿Cómo lo hace el Espíritu Santo? Lo sabemos por el nombre y por la misión que le confiere Jesucristo. Lo llama “abogado”, porque nos defiende ante el Padre de las insidias del acusador, de satanás. Lo nombra “consolador”, porque nos anima y sostiene en nuestras tribulaciones, las que todo cristiano padece por vivir conforme a la verdad del Evangelio. San Juan nos lo explica con mayor detalle: “Cuando venga el Espíritu Defensor, convencerá al mundo de un pecado, de una justicia y de una sentencia: el Pecado, por no haber creído en mí; la Justicia, porque me voy al Padre, y no me verán más; la Sentencia, porque el príncipe de este mundo ya ha sido condenado” (16,8s). Expliquemos:

El Pecado. Al enseñarnos la verdad de Jesucristo, el Espíritu Santo nos invita a creer en él, como salvador. Quien no acepta a Jesucristo, rechaza la salvación. Este es el gran pecado: la incredulidad.

La Justicia. Dios Padre, al resucitar a su Hijo Jesucristo de la muerte, le hizo plena justicia.  Demostró así cómo los poderes que gobiernan el mundo: la economía (saduceos), la política (Pilato), la intelectualidad (escribas) y la manipulación religiosa (fariseos), están vendidos a la injusticia. La glorificación de Jesucristo es un signo claro del triunfo de la justicia sobre la injusticia.

La Sentencia. Es la sentencia condenatoria que recibió el príncipe de este mundo, el demonio.  Él es el “mentiroso”, que introdujo la mentira y el engaño en el mundo, a quien Jesús destruyó con la verdad de su Evangelio. Él es el “asesino” desde el principio, que introdujo la muerte en el mundo, a quien Jesucristo venció con la vida eterna. Sólo quien defiende la vida y dice la verdad es de Jesucristo.

Celebrar Pentecostés en implorar al Espíritu Santo que venga nuevamente a nosotros y nos de fuerza para comprometernos a dar testimonio público de la verdad del Evangelio. Porque la Incredulidad es un pecado nacional, ante tanto bautizado y renegado práctico de su fe. La injusticia no necesita demostrarse, porque vivimos en ella. La primera injusticia consiste en rechazar a Dios como autor y señor de nuestra vida, y negarle el culto que merece. Intelectuales, políticos y economistas creen saberlo y poderlo todo. Al desconocer la primacía de Dios, legislan y gobiernan según su voluntad. Confunden su saber con la sabiduría divina. La Sentencia condenatoria es contra el “mentiroso” de siempre y el “asesino” desde los orígenes, satanás. De su condenación participan quienes practican por oficio la mentira y aman la muerte. Inician la cadena los promotores del aborto legalizado y va creciendo a lo largo de las etapas de la vida y de las instituciones hasta llegar al llamado crimen “organizado”. Drama éste inmenso que sólo un poder inhumano y pervertido puede articular, y al que la santa Madre Teresa definía como “declarar la guerra a la humanidad”.

La comunidad católica que va a misa el domingo, que se esfuerza por guardar los mandamientos, que se gana honestamente su pan y que tiende la mano al necesitado – y la que suele ser despreciada y obstaculizada por los poderes mundanos –, es la que puede celebrar con autenticidad Pentecostés y renovar el corazón de nuestro país.

Por Mario De Gasperín Gasperín