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Pertenecer

El 21 de mayo de 2013 Benedicto XVI nombró a Peter Ebere Okpaleke obispo de Ahiara, diócesis del sureste de Nigeria. La rebelión del clero y los religiosos del lugar fue inmediata y radical: cuatro años más tarde Monseñor Okpaleke no puede residir allí porque le cierran las puertas de la Catedral. El motivo: la mayoría de la población de la diócesis pertenece a la etnia Mbaise, mientras que el obispo designado por el Vaticano es de origen Ibo.

Hace unos días Francisco recibió a una comisión de la Iglesia nigeriana y manifestó su percepción del problema: “no se trata de un caso de tribalismo, sino de apropiación de la viña del Señor. La Iglesia es madre y quien la ofende incurre en un pecado mortal.” Solicitó que todos los religiosos de Ahiara le envíen una carta –a él, personalmente- pidiendo perdón y aceptando al obispo “que el Papa envíe”. Quien no lo haga será suspendido a divinis y no podrá celebrar los sacramentos ni ejercer ninguno de los derechos propios de su oficio.

Podría parecer que hablamos de un hecho singular que sucede en un lejano rincón de la Iglesia y, sin embargo, responde a una mentalidad mucho más extendida de lo que se cree. En España, por ejemplo, hay sacerdotes catalanes que afirman que nunca aceptarían a un obispo que viniese de otra región. También en México se levantan voces que pretenden exigir que el futuro sucesor de Monseñor Norberto Rivera cumpla tales o cuales condiciones. Se ve que algunos creen poseer una especie de lecho de Procusto que pueden aplicar a la sucesión apostólica, como si fuesen los elegidos.

No es un problema que se explique apelando al nacionalismo, al racismo o a los conflictos étnicos: es un problema de fe. Nos encontramos el mismo panorama que cuando hablamos de la aceptación o rechazo al Papa: a Benedicto XVI le rechazaron algunos grupos que se tienen a sí mismos por progresistas y a Francisco le dan la espalda ciertos círculos que se consideran conservadores. No es otra cosa que gnosticismo: poner mis criterios personales por encima de Cristo y de Su Iglesia.

Por Marcelo López Cambronero