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Dar la vida

¿Merece la pena dar la vida por otro? ¿Acaso no es mejor buscar el propio interés, servirse a sí mismo, disfrutar de los pequeños placeres de la vida y, a lo sumo, cumplir con los deberes cívicos que me impone la convivencia? Si todos adoptásemos esa manera sutilmente egoísta de vivir, pero sin dejar de lado ni en un milímetro la ley que regula los diversos matices de la convivencia, ¿no crearíamos un mundo perfecto? Tal vez no uno de héroes y santos, pero sí uno cómodo y agradable, aunque melancólico como una postal costumbrista japonesa.

El Papa Francisco ha elaborado un Motu Proprio (un documento que promulga por su propia iniciativa e interés) en el que amplía los supuestos en los que la Iglesia Católica puede dar inicio a los procesos de beatificación o canonización de una persona. Hasta ahora estos procesos -que siguen requiriendo la atribución comprobada de milagros- comenzaban tras un informe sobre el martirio o las virtudes heroicas. Ahora también se podrán solicitar a la Santa Sede si existe constancia de que un creyente ha dado la vida por los demás aceptando libremente que su entrega tendrá como consecuencia una muerte segura y a corto plazo.

Pero la pregunta sigue siendo, ¿por qué daríamos la vida por otro? ¿Por qué Ignacio Echeverría, conocido como “el héroe del monopatín”, se enfrentó en Londres a tres terroristas armados con las manos desnudas para salvar a una mujer indefensa que estaba siendo apuñalada? ¿Acaso no habría podido -como muchos, como casi todos-, pasar de largo y ponerse a salvo? ¿Quién podría habérselo reprochado?

Sólo su conciencia podría habérselo recriminado, y en ella encontró una indicación, casi un mandato, que le llamaba a arriesgar la propia vida casi sin esperanza para hacer lo que cualquiera está llamado a hacer. No digo que Ignacio sea un santo -no soy yo quién para un juicio semejante-, pero sí podemos decir que es un héroe.

“Nadie muestra más amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y ciertamente me atrevo a decir que no se puede ser feliz sin dar la vida cotidianamente y por amor. Tal entrega no asegura la felicidad, pero sí sabemos que sin ella ésta es imposible. De hecho, lo sabemos demasiado bien.

Por Marcelo López Cambronero