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Protomártires de México y América

A partir de que el papa santo Juan Pablo II beatificara a los tres niños mártires de Tlaxcala durante el curso de su segundo viaje apostólico a México, el 6 de mayo de 1990 en la basílica de Guadalupe, junto con san Juan Diego y san José María Yermo y Parres, la fama del martirio de estos niños tlaxcaltecas se fue extendiendo hasta interesar tanto a los obispos que decidieron pedirle al papa Francisco su canonización.

Así, en providencial consecuencia, el pasado domingo 15 de octubre, el Papa nos entregó a tres nuevos santos mexicanos al canonizar a los niños Cristóbal, Antonio y Juan, asesinados por odio a la fe entre 1527 y 1529, de quienes el cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, al dar lectura a sus biografías, durante la Misa de canonización, dijo que “están considerados como los protomártires de México y de todo el continente americano, primicias de la evangelización en el Nuevo Mundo”.

Los tres niños recibieron durante su infancia una sólida formación cristiana al ser evangelizados por los primeros misioneros franciscanos que en 1524 llegaron a la Nueva España.

Cristóbal, el primero de ellos en morir mártir, nació en Atlihuetzia, Tlaxcala, entre 1514 y 1515, era el hijo predilecto y heredero del cacique Acxotecatl. Tras recibir el bautismo se convirtió en poco tiempo en un apóstol del Evangelio entre sus familiares y vecinos. Se propuso también convertir a su padre, exhortándolo a cambiar sus reprobables costumbres, sobre todo la de beber pulque hasta la embriaguez. Su padre no le dio importancia, pero ante la insistencia de su hijo su espíritu pagano se mostró superior a su afecto paterno, y mediante un engaño, hizo que su hijo saliera de la escuela franciscana y al llegar a casa lo tomó de los cabellos, lo tiró al suelo y lo golpeó cruelmente con un palo grueso de encina, lo golpeó por todo el cuerpo hasta fracturarle los brazos, las piernas y las manos con que se defendía la cabeza, tanto, que de todo su cuerpo manaba sangre, mientras Cristóbal invocaba a Dios diciendo: “Dios mío, ten misericordia de mí y si tú quieres que yo muera, moriré y si tú quieres que viva, líbrame de mi padre tan cruel”. Viendo que el niño seguía vivo lo arrojó a una hoguera y lo apuñaló mientras él le dijo: “No pienses que estoy enojado, yo estoy muy alegre y sábete que me has hecho más honra de la que vale tu señorío”. Cristóbal tenía apenas 13 años cuando dio su vida en el martirio.

Antonio y Juan nacieron entre 1516 y 1517 en Tizatlán, Tlaxcala. Antonio era nieto del cacique local, mientras que Juan, de menor condición social y económica, era su sirviente. Ambos estudiaban en la escuela de los franciscanos. En 1529 se ofrecieron a acompañar, como intérpretes ante los indígenas, a los padres Dominicos en una expedición misionera por la región de Oaxaca. Los muchachos, aun conscientes del peligro, quisieron ayudar a los misioneros a destruir ídolos. Dos años después del martirio de Cristóbal, había llegado a Tlaxcala Fray Bernardino Minaya, con otro compañero, quienes se dirigían a la provincia de Huaxyacac y le pidieron a Fray Martín de Valencia que les diese algún muchacho para que les ayudase en la misión evangelizadora. A esta petición le ofrecieron inmediatamente a Antonio y a su sirviente Juan. Al llegar a Tepeyacac, Fray Bernardino envió a los niños a que buscaran ídolos en todas las casas de los indígenas para que se los trajeran. Ellos conocían muy bien el lugar y, por ser niños, podían ejecutar la tarea con cierta facilidad, pero se alejaron un poco más de lo planeado para buscar más ídolos en otros pueblos, y fue cuando se encontraron con el martirio en Cuahutinchán, Puebla, al ser sorprendidos mientras destrozaban los ídolos de una casa a la que llegaron dos indígenas con unos gruesos leños y, sin decir palabra, descargaron su furia sobre el pequeño Juan. Antonio, al ver la crueldad con que ejecutaban a su sirviente, en lugar de huir prefirió quedarse para ayudarlo, pero ya los dos verdugos lo habían matado, y luego hicieron lo mismo con él.

Estos tres niños tlaxcaltecas, mexicanos, entregaron junto con sus vidas un gran testimonio de lo que es el martirio, como lo enseña el gran san Agustín: “No es el sufrimiento, sino la causa, lo que hace auténticos mártires; el mártir no defiende su vida sino su causa que es su convicción religiosa, su fidelidad a Dios y a sus hermanos y ésta se defiende muriendo”.

Por Roberto O’Farrill / verycreer.com