¡ Fuego !

Pablo Muttini - 12 Apóstoles

Pentecostés: una fiesta para vivir muchos, muchísimos días después de su celebración. Una fiesta para vivir toda la vida.

Disculpen la insistencia pero, esto de leer y releer el Evangelio es un hábito al que debemos aferrarnos.
Es impresionante ver cómo pese a los dos mil y pico de años que han pasado desde esos hechos, el corazón del hombre está absolutamente igual a lo que fue desde el principio de los tiempos.
Quienes concurren asiduamente a Misa y tienen una vida más activa en la Iglesia, indudablemente tienen un conocimiento más profundo del significado y el significante de la fiesta de Pentecostés. Recuerdan y saben acerca de esta promesa cumplida por Jesús de volver en forma definitiva a la tierra para no abandonarnos jamás.
Este Espíritu en forma de “llamita”, que entró causando un estruendo enorme, partió la cabeza de los apóstoles y se instaló rápidamente en el corazón de ellos y de todos cuantos comenzaron a escuchar sus palabras.
Pedro, con un discurso breve y muy concreto, ese mismo día abrió la puerta de tres mil personas que lo estaban escuchando. Claro, podrán decir ustedes, habló a cada uno en su lengua. El Espíritu Santo le había concedido un don sobrenatural. ¡Así cualquiera!.
Lo cierto es que el auditorio de Pedro era pobre y la multitud pequeña. Sin embargo la efectividad de Pedro fue asombrosa.
Nada dice el Evangelio de cuánto tiempo duró la lengua de fuego sobre cada cabeza. Eso es anecdótico. Tampoco especifica en qué lengua pudo a partir de ese día hablar cada apóstol. Eso también es anecdótico. Y somos muchos, demasiados los que nos enredamos en la anécdota y ya sea creyéndola o no, consideramos que eso que sucedió en Pentecostés no pertenece a la realidad a la que estamos llamados.
Hablar en lenguas ¡Quién pudiera!
Llegar un día a casa, reunirnos con amigos, rezar un rato y de pronto un estruendo. Ráfaga Divina acompañada de lenguas de fuego. Espíritu potente que se pose sobre nosotros y nos dé exactamente los mismos dones que a los apóstoles.
¡Quién pudiera! ¿Quién pudiera? ¿para qué? Si es que no sabríamos por donde empezar.
¿Acaso saldríamos a predicar cada uno conforme al don recibido tratando de llevar a todos los hombres el mensaje de salvación?. ¿Sí? Ah... claro. Si recibiéramos ese don sí. ¿Así sí nos animaríamos?. Claro, por eso no comunicamos el mensaje: por culpa de Dios que todavía no nos envió esos dones. Nos envió su Espíritu pero chiquito, para otras cosas. Cosas más simples. Estar bautizados, compartir el pan, llamarnos hermanos, entregar nuestros pecados, sentirnos amados y gozar de la paz que da su misericordia... cosas chiquitas. Eso de predicar “en lenguas” es para otros. Eso sí es importante. No estamos preparados para anunciar el mensaje porque no conocemos otras lenguas. Apenas aquellas que nos permiten estar insertos en la sociedad en el preciso lugar que por ahora nos toca. Apenas conocemos la lengua de nuestro mundo laboral, de nuestro mundo familiar, de nuestro mundo social, de nuestra nación y por qué no de alguna otra. Conocemos pocas lenguas. ¡Pocas lenguas! ¿Cuántas lenguas más tendríamos que conocer? ¡Pocas lenguas! Pero si son las que nos permiten vivir y comunicarnos sin problemas. Son las que manejamos cotidianamente. ¿Pocas lenguas?
Qué lengua tendríamos que hablar hoy, inspirados por el espíritu.
¿Tendríamos que hablar otro idioma?
¿Tendríamos que conocer un dialecto?
¿hablar una lengua muerta?
Más que seguro, las nuestras, las cotidianas son las “otras las lenguas” que está inspirándonos el Espíritu y todavía hay muchas más.
La lengua del mundo de los negocios.
La lengua del mundo de la política.
La lengua del mundo científico.
La lengua de los pobres.
La lengua de los ricos.
La lengua de los oprimidos.
La lengua de los opresores.
La lengua de los que sufren.
Y tantas lenguas como realidades se encuentran en el mundo.
Distintas lenguas. Todas distintas. Quizás el mismo idioma pero lenguas distintas.
Una lengua para cada realidad.
Porque la vida transcurre en tierras distintas y se comunica con códigos distintos.
Porque los hombres debemos adecuarnos a la realidad en que vivimos y con ella viene de la mano un conjunto de costumbres, hábitos, normas, ritos, mitos, leyes y códigos que configuran una diversidad seguramente más compleja que la de los peregrinos que ese día de Pentecostés se encontraron con Pedro.
 
La pregunta es ¿en qué medida respondemos nosotros a esta inspiración del Espíritu? ; porque no estamos insertos cada uno en su “cultura” por casualidad. No pertenecemos a una “tribu” por azar. Sin duda que el Plan Maestro de Dios nos puso en el lugar exacto para el cual preparó nuestro corazón.
Cuidado al mirar para arriba que podemos quemarnos el pelo. Porque si revisamos nuestra vida real, veremos que hemos sido preparados desde niños por Dios para hablar las distintas lenguas de los hombres; para entender las distintas realidades de los hombres y también para comunicarnos lo más fluidamente posible entre nosotros.
Quizás para que podamos vivir verdaderamente en el Espíritu a partir de esta fiesta de Pentecostés, sea hora de que pongamos un poco de nuestra parte.
No es necesario realizar prodigios. No espera Dios de nosotros nada para lo que no nos haya preparado. Simplemente espera que los hombres demos testimonio del verdadero camino de salvación. Y para eso no es necesario predicar el Evangelio en cada lengua que sepamos; es necesario vivir el Evangelio en cada mundo en el que actuemos. Porque este Espíritu Santo que nos acompaña desde el Bautismo, siempre está allí. Siempre es llama y siempre es inspiración. Podemos comenzar por esto. Intentar vivir conforme las enseñanzas de Cristo cada minuto y cada hora de nuestras vidas.

¿qué no se puede?
¡No se acuerdan que estamos de fiesta!
¡No se acuerdan que acabamos de vivir Pentecostés!
A Pedro le gritaron borracho, pero se convirtieron tres mil.
Quizás a nosotros nos griten loco, y en una de esas se convierte uno; pero el esfuerzo vale la pena.
No debemos olvidar que gracias a Dios, no estamos solos.

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