Pentecostés: una fiesta para vivir muchos, muchísimos días después
de su celebración. Una fiesta para vivir toda la vida.
Disculpen la insistencia pero, esto de leer y releer el Evangelio es
un hábito al que debemos aferrarnos.
Es impresionante ver cómo pese a los dos mil y pico de años que
han pasado desde esos hechos, el corazón del hombre está
absolutamente igual a lo que fue desde el principio de los tiempos.
Quienes concurren asiduamente a Misa y tienen una vida más activa en
la Iglesia, indudablemente tienen un conocimiento más profundo del
significado y el significante de la fiesta de Pentecostés. Recuerdan
y saben acerca de esta promesa cumplida por Jesús de volver en forma
definitiva a la tierra para no abandonarnos jamás.
Este Espíritu en forma de “llamita”, que entró causando un
estruendo enorme, partió la cabeza de los apóstoles y se instaló
rápidamente en el corazón de ellos y de todos cuantos comenzaron a
escuchar sus palabras.
Pedro, con un discurso breve y muy concreto, ese mismo día abrió
la puerta de tres mil personas que lo estaban escuchando. Claro,
podrán decir ustedes, habló a cada uno en su lengua. El Espíritu
Santo le había concedido un don sobrenatural. ¡Así cualquiera!.
Lo cierto es que el auditorio de Pedro era pobre y la multitud
pequeña. Sin embargo la efectividad de Pedro fue asombrosa.
Nada dice el Evangelio de cuánto tiempo duró la lengua de fuego
sobre cada cabeza. Eso es anecdótico. Tampoco especifica en qué
lengua pudo a partir de ese día hablar cada apóstol. Eso también es
anecdótico. Y somos muchos, demasiados los que nos enredamos en la
anécdota y ya sea creyéndola o no, consideramos que eso que sucedió
en Pentecostés no pertenece a la realidad a la que estamos llamados.
Hablar en lenguas ¡Quién pudiera!
Llegar un día a casa, reunirnos con amigos, rezar un rato y de
pronto un estruendo. Ráfaga Divina acompañada de lenguas de fuego.
Espíritu potente que se pose sobre nosotros y nos dé exactamente los
mismos dones que a los apóstoles.
¡Quién pudiera! ¿Quién pudiera? ¿para qué? Si es que no
sabríamos por donde empezar.
¿Acaso saldríamos a predicar cada uno conforme al don recibido
tratando de llevar a todos los hombres el mensaje de salvación?.
¿Sí? Ah... claro. Si recibiéramos ese don sí. ¿Así sí nos
animaríamos?. Claro, por eso no comunicamos el mensaje: por culpa de
Dios que todavía no nos envió esos dones. Nos envió su Espíritu
pero chiquito, para otras cosas. Cosas más simples. Estar bautizados,
compartir el pan, llamarnos hermanos, entregar nuestros pecados,
sentirnos amados y gozar de la paz que da su misericordia... cosas
chiquitas. Eso de predicar “en lenguas” es para otros. Eso sí es
importante. No estamos preparados para anunciar el mensaje porque no
conocemos otras lenguas. Apenas aquellas que nos permiten estar
insertos en la sociedad en el preciso lugar que por ahora nos toca.
Apenas conocemos la lengua de nuestro mundo laboral, de nuestro mundo
familiar, de nuestro mundo social, de nuestra nación y por qué no de
alguna otra. Conocemos pocas lenguas. ¡Pocas lenguas! ¿Cuántas
lenguas más tendríamos que conocer? ¡Pocas lenguas! Pero si son las
que nos permiten vivir y comunicarnos sin problemas. Son las que
manejamos cotidianamente. ¿Pocas lenguas?
Qué lengua tendríamos que hablar hoy, inspirados por el espíritu.
¿Tendríamos que hablar otro idioma?
¿Tendríamos que conocer un dialecto?
¿hablar una lengua muerta?
Más que seguro, las nuestras, las cotidianas son las “otras las
lenguas” que está inspirándonos el Espíritu y todavía hay muchas
más.
La lengua del mundo de los negocios.
La lengua del mundo de la política.
La lengua del mundo científico.
La lengua de los pobres.
La lengua de los ricos.
La lengua de los oprimidos.
La lengua de los opresores.
La lengua de los que sufren.
Y tantas lenguas como realidades se encuentran en el mundo.
Distintas lenguas. Todas distintas. Quizás el mismo idioma pero
lenguas distintas.
Una lengua para cada realidad.
Porque la vida transcurre en tierras distintas y se comunica con
códigos distintos.
Porque los hombres debemos adecuarnos a la realidad en que vivimos y
con ella viene de la mano un conjunto de costumbres, hábitos, normas,
ritos, mitos, leyes y códigos que configuran una diversidad
seguramente más compleja que la de los peregrinos que ese día de
Pentecostés se encontraron con Pedro.
La pregunta es ¿en qué medida respondemos nosotros a esta
inspiración del Espíritu? ; porque no estamos insertos cada uno en
su “cultura” por casualidad. No pertenecemos a una “tribu” por
azar. Sin duda que el Plan Maestro de Dios nos puso en el lugar exacto
para el cual preparó nuestro corazón.
Cuidado al mirar para arriba que podemos quemarnos el pelo. Porque
si revisamos nuestra vida real, veremos que hemos sido preparados
desde niños por Dios para hablar las distintas lenguas de los
hombres; para entender las distintas realidades de los hombres y
también para comunicarnos lo más fluidamente posible entre nosotros.
Quizás para que podamos vivir verdaderamente en el Espíritu a
partir de esta fiesta de Pentecostés, sea hora de que pongamos un
poco de nuestra parte.
No es necesario realizar prodigios. No espera Dios de nosotros nada
para lo que no nos haya preparado. Simplemente espera que los hombres
demos testimonio del verdadero camino de salvación. Y para eso no es
necesario predicar el Evangelio en cada lengua que sepamos; es
necesario vivir el Evangelio en cada mundo en el que actuemos. Porque
este Espíritu Santo que nos acompaña desde el Bautismo, siempre
está allí. Siempre es llama y siempre es inspiración. Podemos
comenzar por esto. Intentar vivir conforme las enseñanzas de Cristo
cada minuto y cada hora de nuestras vidas.
¿qué no se puede?
¡No se acuerdan que estamos de fiesta!
¡No se acuerdan que acabamos de vivir Pentecostés!
A Pedro le gritaron borracho, pero se convirtieron tres mil.
Quizás a nosotros nos griten loco, y en una de esas se convierte uno;
pero el esfuerzo vale la pena.
No debemos olvidar que gracias a Dios, no estamos solos.