13. Sol de invierno
Pablo Muttini
Cristo insiste en resucitar en nuestras vidas. Sabe
que algún día nos daremos cuenta de lo que nos ofrece y entonces, ya no
podremos dejar de seguirlo. Este recuerdo del sol de invierno, quizás
sirva para renovarnos las ganas desde lo cotidiano.
Quienes tenemos más de cuarenta, sabemos que allá a lo
lejos, en nuestros años mozos, no habían tantos adelantos como hoy en las
casas.
Cosas simples se hacían complejas y algunas ahora,
complejas, se veían simples.
Lavar la ropa era una mezcla de ambas situaciones.
En muy pocas casas habían lavarropas y mucho menos,
secarropas, así que lo que ahora se soluciona con un botón, antes era todo
un proceso complicado.
Durante el verano, la tarea no resultaba tan difícil,
pero en invierno, en esas semanas eternas de sombra, humedad y frío, era
casi imposible lograr tener toda la ropa limpia y seca.
Al lado de mi casa había una vecina que amaba el sol.
Ahora entiendo porqué.
Cuando en pleno invierno amanecía uno de esos días
radiantes, ella se apuraba a poner en remojo lo mejor de la ropa que tenía
sucia y por qué no, también todo aquello que no le había quedado
impecable. En un infaltable fuentón de zinc, ponía con jabón blanco sus
prendas preciadas y después de remojarlas un buen rato, las lavaba con
delicadeza y las extendía al sol. ¡Bendito sol de invierno! Primero sobre
el pasto y luego al tendedero. Sus sogas, quedaban atiborradas de prendas
y antes de que llegara la noche, todas flameaban con un aroma que sólo ese
sol de invierno puede hacer brotar de las cosas.
Lindo recuerdo.
El sol de invierno era deseado por necesario.
Imprescindible.
Un sol que se anunciaba y llamaba a la acción.
Una mañana de sol anticipaba una tarde de mucho trabajo
pero también, una noche de gran satisfacción.
El tiempo pasa y parecería ser que hoy ya no es tan
necesario.
Hay hasta jabones con aroma a “sol”. Pero lavar, hay
que lavar.
La Pascua es quizás nuestro sol de invierno.
La cuaresma, esa mañana que anuncia el día diáfano.
La Cruz, esa soga siempre dispuesta en la que mi vecina
colgaba su mejores prendas.
¡Qué lindo sería poder vivir esa alegría de la promesa
del sol!
¡Qué lindo, poder revisar nuestro corazón y sacar de él
esas prendas que tanto amamos y que quizás hoy no estén tan blancas como
desearíamos que estuvieran!
¡Qué lindo tener el valor de sumergirnos con ellas y
lavarlas hasta que nos duelan los dedos!
¡Qué lindo, tener la osadía de colgarlas en la Cruz!
¡Qué lindo, tener la fe como para sentarnos a esperar!
¡Qué regalo, acercarnos a ellas cuando llegue la noche,
y poder reconocer en su perfume ese sol que les devolvió la blancura y la
vida!
Esto no sería muy ortodoxo. Sería tal vez, intentar
recrear una Pascua de barrio, de las sencillas: de vecina buena y alegría
de infancia.
Me pareció lindo.
Los quería invitar.
¿Cómo, qué mañana habrá sol?... disculpen, tengo que ir
a lavar. Quiero colgar mucho de mi vida en la Cruz.
¿Qué ustedes también? ¡Adelante, tomen coraje! La Cruz
es grande y hay lugar para todos.
Aprovechemos el sol.
Todos mañana reconocerán nuestro aroma.
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