Lejos
de sus patentes beneficios particulares, o de sus inevitables daños a
la soberanía y a las masas, el problema de la globalización radica en
su carácter prevalentemente economicista, y en la carencia de una
concepción antropológica que salvaguarde la primacía de la persona
humana.
No
sólo sucedió con el socialismo. Tampoco el modelo liberal se pudo
sustraer a la finalidad de un bienestar reductivo alcanzado por unos
cuantos.
El
primero negó el derecho humano a la propiedad privada y derivó en un
totalitarismo que coartaba a la persona en sus más elementales
derechos. El segundo cristalizó en un sistema caracterizado en
privatizar beneficios y distribuir costos sociales.
Lo
que se heredó intacta fue la ética materialista: la globalización es
buena porque funciona, no porque solucione las necesidades humanas.
Bajo
ese axioma, los pueblos han tenido que ir aceptando un proceso que
privilegia los aspectos financieros sobre los sociales.
La
centralidad de la persona, que en el socialismo fue transgredida por la
injerencia del Estado protector, en el liberalismo fue sofocada por unas
leyes de mercado que comenzaron a proyectarse contra el bienestar de las
poblaciones.
En
el mundo socializado, la primacía no estaba en la dignidad humana del
sujeto del trabajo, sino en la comunización de bienes impuesta por un
sistema que negaba a los individuos los derechos más elementales.
En
el mundo libre, que inició con la gran depresión de los años treinta,
se dio una nueva imposición: la del capitalismo keynesiano y la de un
"Nuevo Orden" unipolar que Heinz Dieterich justificadamente
llama el IV Reich.
Los
números revelan lo absurdo que es querer describir la economía
occidental como de "libre" comercio. Veinte, de los veintiseis
países actualmente industrializados, tienen más medidas
proteccionistas hoy que hace una década. Y un atento análisis del
proceso de globalización, desde las negociaciones previas al Acuerdo
General sobre Aranceles y Comercio (GATT) hasta las medidas políticas
del Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), muestra que más bien
se puede hablar de una sujeción que neutraliza al Estado, y cuya
consecuencia es la reducción de los gobiernos a una función de mera
dependencia, mientras que las transnacionales pueden obtener libre
acceso a los recursos de las regiones y a su mano de obra barata,
monopolizando la tecnología, la inversión y la producción mundial
bajo una fuerte planificación internacional centralizada. Las
transacciones comerciales, de las 350 empresas más grandes del mundo,
realizan cerca del 40% del comercio global y ello representa más de un
tercio del comercio de los Estados Unidos.
Sin
embargo, ni siquiera ese país se ha librado de un proceso que ha
llevando a enormes desigualdades entre los que tienen y los que no
tienen: la clase media continúa desapareciendo, el desempleo sigue
estancado, la actividad productiva se halla en graves aprietos y los
servicios sociales son insuficientes.
Desafortunadamente,
las exiguas soluciones que algunos pensadores proponen casi nunca se
encaminan a solucionar la raíz de los problemas. Pocas veces se presta
atención a las graves deficiencias filosóficas, sociológicas y hasta
económicas que las doctrinas tradicionales presentan. Del totalitarismo
dirigista se pasó automáticamente al dogmatismo de un capitalismo
salvaje e irrestricto en que el individualismo exagerado, la poca
solidaridad y, sobre todo, la corrupción y el abuso impunes, han
conducido a la inestabilidad, a la intolerancia y a una nueva y peor
desvalorización de la persona.
De
allí los viejos y nuevos atropellos contra los individuos. Ambos
sistemas habrían de ser impuestos por la fuerza si ello fuese
necesario. En el caso del comunismo, se confinaba a campos de
concentración a quienes "se oponían" al régimen. En el caso
de la nueva doctrina, se somete a fuego a poblaciones que se resisten al
cambio aportado por la globalización, como en Chechenia, o se efectúa
presión "diplomática" mediante legislaciones
extraterritoriales, como en el caso de Cuba, o simplemente se sacralizan
esquemas macroeconómicos de competencia que afectan directamente los
salarios, el empleo y el bienestar de los pueblos.
Lo
preocupante, para quienes vivimos el nuevo siglo, es que el sistema
liberal está resultando tan frágil como el socialista, lo que está
llevando a que un creciente número de analistas considere a Wall Street
como el "último muro", casi prediciendo su ineludible
desmoronamiento.
Muchos
creían que el liberalismo había venido a sustituir los errores del
socialismo, sobre todo a partir de su aparente derrumbe. Pero, en
realidad, se sumaron las deficiencias de ambos sistemas, mientras que
nunca pudimos rescatar la centralidad de la persona humana ni liberamos
de la tendencia reductiva que ha pretendido imperar en la era
post-moderna.
Quienes
sí manejaron perfectamente la mundialización fueron las bandas del
crimen organizado, las cuales se sitúan hoy por encima de los estados,
produciendo una inmensa corrupción. Hoy día, en el planeta se gasta
muchísimo más en droga y en armas, que en comida y vestido, con la
paradoja de que aquellas empresas se administran de forma clandestina.
A
tal grado el imperialismo financiero se convirtió en imperialismo
narcopolítico, que el lavado de dinero no se explica sin los grandes
circuitos financieros y, a su vez, esas instancias no se explican sin el
lavado de dinero.
Suena
escandaloso, pero lo que en estos momentos está evitando el colapso del
sistema económico mundial son los narcodólares que en él se generan.
Basta hacer cuentas.
Muchos
pensadores y gobernantes están disparatando soluciones diversas:
algunos proponen un nuevo Bretton Woods, otros le piden al Fondo
Monetario que venda sus reservas de oro, otros quieren convocar un nuevo
movimiento de no alineados y hasta hay quienes avanzan la iniciativa de
crear un super banco mundial que absorba la iliquidez de las bancas
centrales nacionales.
Se
trata sólo de aspirinas: nos encontramos en una encrucijada y urge
reformar la economía mundial desde su raíz, partiendo de una
concepción antropológica que garantice la centralidad de la persona
humana y que globalice la solidaridad.
Es
decir, un sistema que propicie la productividad y no la especulación ni
las ganancias clandestinas; un sistema basado en una moneda sólida y en
parámetros fijos de producción y riqueza real; un sistema que comience
por favorecer estructuras endógenas de autoconsumo; en fin, un sistema
que considere a la persona, y no a la ganancia, como fin último de su
actividad.
Este
es el reto que enfrenta en estos momentos la globalización. De no
resolverlo, veremos al liberalismo pasar a la historia como una doctrina
más, entre las muchas que no pudieron solucionar los problemas más
esenciales y apremiantes de la humanidad.
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