El bosque
Pablo Muttini (Argentina)
Una invitación para adentrarse en la realidad de
nuestros hermanos rotulados "deambulantes". Una invitación para reconocer
a Cristo.
Sin duda, existen muchas formas de acercarse a las
relaciones humanas.
Hay quienes lo hacen simplemente por casualidad, otros
conforme a su perfil profesional, y algunos, movidos por algún otro tipo
de interés, sea noble o innoble.
En lo personal, me encuentro dentro de este último
grupo, sin saber muy bien, a la luz de los resultados, cuál de las dos
opciones finalmente define mi accionar.
Claro está que para muchos, trabajar en obras de
Misericordia sin duda puede prefigurar una garantía de nobleza de
intención pero, escrutando lo profundo del corazón y revisando las razones
ocultas de cada instante que uno vive en relación con los hermanos
necesitados, descubre ciertos destellos de impureza que, en definitiva,
son característicos de la propia humanidad. Sin embargo no es para
desesperarse pero sí para ocuparse.
¿Por qué comienzo aclarando esto? Sencillamente porque
voy a intentar dar una visión personal de un tema que muchos han abordado
desde distintas ópticas, indudablemente más profesionales. Sin embargo
dado que las líneas que se leerán a continuación, responden exactamente a
lo que siento y percibo cada sábado trabajando en una pequeña obrita, no
puedo dejar de considerarla parte de la realidad, una porción exigua de la
verdad, pero verdad al fin.
Acercarse al mundo de los hombres de la calle,
deambulantes, crotos, cirujas, vagos, pordioseros, borrachos, miserables o
como quieran llamarles de acuerdo a la propia valoración del problema, es
más o menos como acercarse a un bosque. Desde la lejanía, sólo podemos ver
verde y espesura; no sólo nos resulta difícil definir qué tipo de árboles
lo conforman sino que sencillamente, basta para darnos cuenta que es un
bosque. Bosque y punto. Naturalmente que desconocemos innumerable cantidad
de cosas que nos van a llevar finalmente a definir con más o menos
exactitud las características propias del bosque, ya que, a no ser que se
trate de uno plantado y diseñado por el hombre, esa misma espesura tendrá
características propias y será el fruto de una multiplicidad de especies
que se interrelacionarán conformando un microclima que dará las
condiciones óptimas para que el bosque, tal como lo vemos tenga la imagen,
el tamaño y la entidad que podemos percibir.
También, siguiendo el ejemplo del bosque, nosotros sólo
vemos la cara que nuestro propio camino nos permite ver. Desde nuestra
ruta se visualiza un lado, una faz y por más que nos esforcemos no
podremos ni siquiera suponer su total extensión. Habría que rodearlo o
bien, tomar altura para poder apreciarlo íntegramente.
Bueno, algo más o menos así me sucedió al acercarme al
trabajo con hombres de la calle. Prendado de esa denominación tan
globalizante, sin embargo siempre opté por el apelativo cariñoso de
“crotos” cosa que suena un poco menos técnica que “deambulantes” aunque no
necesariamente más precisa.
Llegué una mañana al Grupo Santa Verónica sin ninguna
preparación. Sólo llevaba conmigo la figura que cotidianamente me había
formado de estos muchachos. Había visto miles de veces ese bosque mientras
recorría mi camino y por cierto, siempre lo había visto denso, lúgubre,
tenebroso, triste.
La respuesta primera de la realidad, sin duda me
confirmó gran parte de lo que había percibido. Me encontré con hombres
abordados por una profunda tristeza, padeciendo como mal menor aquello que
para nosotros configura el mal mayor: la calle. Y siguiendo esta pista es
quizás por dónde pueda ir relatando las pequeñísimas impresiones que se
fueron revelando en mi corazón.
Aquello que nosotros consideramos “la” enfermedad -
vivir en la calle - resulta ser solamente un síntoma y como tal, por más
que se lo trate nunca va a dar una cura definitiva al verdadero problema;
y lo complejísimo de la situación es que “el verdadero” problema no existe
como tal sino que se desdobla en tantas caras casi como personas y
personalidades existen.
Vivir en la calle es, como decía, una suerte de bosque
vastísimo y repleto de especies de las más diversas, exóticas, comunes y
finísimas. Plagado de vida oculta, húmedo y propicio para que a su sombra,
vuelvan a reverdecer más y más especies que se van alimentando de los
desgarros y deshechos de cada uno. Una especie de sopa básica de humanidad
amontonada por la sociedad que a fuerza de fermentación crea su propia
energía, calor y cobijo.
Adentrándose un poco, pueden distinguirse en él
distintos estratos bien definidos, que nos dejan percibir ciertos
indicios: hay niveles en los cuales todavía el sol vivifica sus hojas,
otros en los que sólo se van conformando con un poco de resolana; algunos
que reviven sus hojas amarillentas con el recuerdo de un sol ido, y los
más, los de más abajo, que no recuerdan al sol ya sea porque no lo han
visto nunca o porque a fuerza de sombra y frío la sola presencia de su luz
y poder les hace daño. También hay algunos que sólo pueden proliferar allí
porque han hecho su elección (equivocada pero propia) y son conscientes
que solo en ese lugar es dónde podrán desarrollarse. En fin, un gran
bosque repleto de especies.
Hay grandes árboles caídos que todavía conservan su
vida. Desgajados por tormentas furiosas o socavados por hachas que
irresponsablemente cortaron sus raíces. Hay arbustos fuertes ya vencidos
por los años. Plantas finísimas descuidadas, abandonadas. Plantas enfermas
y apestadas. Vigorosos troncos ahogados por ataduras y torcidos por
tutores equivocados. Hendidos por rayos y mal podados y tronchados. De
todo un poco, pero mucho de todo.
Claro que todo esto no se ve. Desde la seguridad de
nuestras rutas no se ve. Ni desde el auto, ni desde el tren. Vamos
demasiado rápido como para ver los detalles. Pero los detalles están y son
la clave del bosque.
Un bosque que tiene sonido propio. Un ulular de vida
que pasa entre sus ramas y chilla como música o como grito. Que gime o
sencillamente hace un silencio espeso y profundo. Todo eso conforma el
sonido del bosque.
Lo que más me impacta es el silencio. Pararme dentro y
comprobar en cada mutismo un contenido. Intuir la dimensión de un drama
que obliga a callar, que sella corazones y bocas que jamás quieren repetir
esas palabras o rememorar esas historias. Vidas que, conscientes de la
dimensión de su drama, prefieren regalarnos el silencio porque saben que
no podremos interpretar la verdadera cuantía de la historia. Historias que
corroen los corazones y van carcomiendo todos y cada uno de los signos de
humanidad digna. Historias tragadoras de autoestima, de hombría, de valor,
de respeto, y lo que es más complejo aún, de esperanza.
Carentes de cosas irreemplazables están muchos,
muchísimos, seguros de que todo lo que está por venir será peor. ¡Sí,
peor! No viven una desesperanza simple, viven una tan groseramente
abarcativa que los asfixia hasta dejarlos así, en silencio. Se escuchan
muchos silencios en el bosque, y hay que respetarlos.
Caminar entonces por los primeros metros de la espesura
no es sencillo, pero sin embargo, sabemos (por ahora) que después de unas
horas y siendo cuidadosos podremos volver a salir; sin embargo al
adentrarnos, la vista se pierde en una negrura que se percibe sin fondo.
Como en los círculos del infierno del Dante, cada cual
va llevando consigo culpa y purga, que aunque no sean ni justas ni
necesarias, pesan y lastiman. Cada cual sumergido en su tormento personal
y muchos sumergidos en el mismo.
Alcohol, soledad, droga, desamparo, degradación,
abandono, promiscuidad, delincuencia, ignorancia, miedo, rechazo,
suciedad, frío, hambre, calor, danzan como espíritus del bosque y
disfrutan cada vez que logran tironear un hombrecito para hacerlo sufrir.
Golpes, palos, enfermedades, caídas, pérdidas, se multiplican marcando sus
cuerpos y sus corazones como para que cada día que pasa los ratifique como
habitantes de ese lugar del que aparentemente, nadie va a poder salir.
Un hombre medio, como puede ser cualquiera de nosotros,
rápidamente se convierte en ciudadano de este mundo. Un tema de meses no
más.
Una pelea familiar, un divorcio, una estafa, unos años
preso, son suficientes para perder el hogar. De allí en adelante, se los
ve llegar fresquitos al borde del abismo listos para dar un paso al
frente.
Cuando llegan estos “recién caídos” todavía conservan
partes de sí. Vienen con buena ropa, con hábitos “civilizados”, intentando
mantenerse limpios y aseados y todos, pero todos, argumentando que este
estado será pasajero; que pronto, muy pronto van a poder salir y volver a
su vida normal. Pero... desgraciadamente en la mayoría de los casos no es
así. No es tan sencillo volver a subir picando desde tan abajo. No
llegaron allí por casualidad y tantos golpes hacen mella no solo en sus
cuerpos sino también en cabezas y sus corazones.
Lo que viene después es sencillo: un poco de dejadez
cada día “ Pero sí consigo un trabajo salgo de la calle” pero ya no hay
lugar para el trabajo. Nadie toma un hombre sucio o desalineado o exhausto
de haber dormido días y días sentado en un banco. No, el sistema busca
ganadores no perdedores. Después se van cayendo algunos dientes y con
ellos se va perdiendo la sonrisa o ganando el desenfado. Después de ese
después ya queda poco tiempo para volver atrás: todo lo bueno se convierte
en historia y lo malo en presente. Uno más para el bosque. Sencillito. Uno
de nosotros, en meses se ha convertido en uno de “ellos”.
Intimando, se escuchan historias sencillas pero de una
contundencia única. Cierto día, por ejemplo, estábamos hablando de cuáles
eran las cosas que más extrañaban. Podrán hacer aquí un minuto de
reflexión y analizar qué es lo que se debe extrañar viviendo en la calle.
Bueno, seguramente no van a acertar la respuesta. Este muchacho, un hombre
de cerca de 60 años, antiguo empleado de empresa, padre y sostén de
familia, hoy devenido en croto, nos sorprendió con un planteo sencillo:
“extraño dormir sin los zapatos”. ¡Extrañaba sacarse los zapatos!
Impensable para nosotros y natural para él. Sacarse los zapatos para
dormir, viviendo en la calle, significa nada más ni nada menos que perder
los zapatos. Los únicos. El único medio de transporte.
Pero claro, como se podrán imaginar, estamos hablando
de los “grandes árboles”. De los buenos, de los que podemos fácilmente
reconocer como pares. Árboles que van cayendo pero que otrora estuvieron
erguidos como nosotros. Pero no son los únicos.
El bosque de la calle tiene un denominador común,
además de la humanidad quebrada, el hecho de ser “ex”. Todos son ex. Ex
empleados, ex profesionales, ex presidiarios que a su vez son ex empleados
y ex maridos y ex padres, ex hijos, ex hermanos, ex chicos de la calle,
ex... miles y miles de ex. Y cuando se es un ex, literalmente se deja de
ser lo que se era y se pasa a ser casi casi nada. Contado es simple para
entender pero vivido es imposible de soportar.
Un ex pierde toda su condición de ser y va
desbarrancándose en la pendiente de la nada, del vacío, del sin sentido.
Sigue pensando como antes pero insiste en sus ex planes que ya no
funcionaron cuando era. Sigue mirando el futuro pero con los lentes sucios
o rotos de su pasado y claro, todo lo que ve es turbio y confuso. Mas que
planes tienden a intentar reconstruir su vida con escombros de sus
catástrofes y naturalmente, el resultado es patético.
Quizás todo esto no sea comprobable desde la
psicología, pero ciertamente, unas cuantas horas de charla pueden
confirmar la visión.
Entonces, recapitulando un poco, tenemos un bosque,
tenemos diversidad de especies, tenemos muy poca luz en su interior y un
microclima particular que hará que sean propicias especies nuevas y males
eternos.
Alcohol y droga son los líderes a la hora de tratar de
escapar. Son las salidas falsas, las muletas. Son los medicamentos que
recetan los psiquiatras del bosque para pasar el mal rato. Porque dormir
hay que dormir y evadirse es un imperativo. Espantoso pero natural. Total
qué importa cómo se sale. Morir también es salir. Perder la conciencia
durante un par de días puede ser una suerte de vacación. Una borrachera de
jornada completa, miniturismo. Pero claro, el precio que se paga para
estos privilegios es altísimo.
No nos olvidemos que, como una muñeca rusa, la realidad
de la calle es una que convive con la nuestra pero encierra una muy
distinta. Otras reglas, otros paradigmas y por supuesto, otros resultados.
Alcohol y droga son casi ineludibles a la hora de irse,
pero no los únicos. También está el inabarcable cerebro que cuando está
aguijoneado por tamaño sufrimiento, va creando su propia realidad,
entonces aparecen las fábulas, los juicios por cobrar, los trabajos por
salir, los viajes por hacer, que del mismo modo que nuestros sueños, son
mezcladores de realidad y fantasía, de recuerdos del pasado y visones del
futuro. La única diferencia es que ellos sueñan despiertos y nunca
despiertan del sueño.
¿Hay que creerles? Qué se yo. Es lo que viven y es su
realidad. Lo que sí es seguro es que no hay que juzgarlos. Generalmente
con escuchar alcanza. Un detalle mínimo pero suficiente. Ejercitar la
capacidad de escucha, por otra parte, es el único instructivo que podemos
usar para intentar adentrarnos en la espesura del bosque.
Como depredadores omnívoros aparecen los “tumberos”.
Discúlpenme que utilice varias palabras pero por favor, no las tomen como
sinónimos: la cárcel los tritura, aplasta, desmembra, quema-marca-yerra,
vacía, estigmatiza, enloquece. Muy poco se puede distinguir de un hombre
cuando sale de la nueva cárcel; y hago esta aclaración porque también hay
de los otros, de los antiguos ex presidiarios que tienen otra estética y
otra historia, pero los nuevos, los de menos de 40 años, son absolutamente
imposibles de confundir.
Adaptados a cualquier condición conviven con la certeza
de que nada va a ser peor que lo que vivieron y al mismo tiempo, con el
vacío hipnótico de que jamás podrán vivir como personas “normales”. En
este tironeo, como en el suplicio de Tupac Amarú, son tironeados por sus
extremidades por los cuatro percherones más bravos: delincuencia,
adicción, promiscuidad y dolor.
Los chicos, los ex chicos de la calle, los que recorren
el callejón de entre 12 y 20, miran desde abajo y claro, sus ojitos nunca
vieron la luz y sus modelos de adultez tristemente arrastran la celebridad
de historias heroicas de malandras de cabotaje (bravos pero de cabotaje al
fin) y entonces, copiar esa guapeza es la única salida que vislumbran como
válida. Insoportable también. Ver la metamorfosis es un espectáculo
dantesco, pero se ve, cotidianamente se ve.
Más o menos esto es lo que les puedo contar así, a
grandes rasgos. Seguramente no es la visión más precisa o más correcta
pero por lo menos, es auténtica y de primera mano.
En este mundo nuevo y eterno de la miseria, que desde
que el hombre es hombre va transformándose en su fisonomía pero
manteniéndose intacto en su escencia. Mundo nuevo y eterno de leprosos,
pecadores, prostitutas, borrachos. Mundo nuevo y eterno de perdedores y
perdidos. Mundo al que Jesús vino específicamente a iluminar. Tinieblas
que Jesús quiere aclarar, ayer, hoy y siempre. Opción de Jesús; de un
Jesús hombre, tan hombre como para permitirnos reconocerlo en esas manos,
esas heridas, esas llagas. Hombre como para transpirar e impregnarnos la
nariz con sus olores, mojarnos con sus lágrimas. Humano tan humano que por
obvio se esconde entre la multitud y se aleja de la imagen de la
estampita, de pelo rubio, barba prolija, pulcritud, manos finas y uñas
limpias.
¿Cómo encontrar a Jesús entonces entre nuestros
hermanos? ¿Cómo reconocerlo si no sabemos bien a quién buscar? Creo que
entonces se impone una pregunta ínfima, ejercicio de discernimiento que,
si Dios nos da la gracia de poder perseverar, podrá ocuparnos toda la
vida: ¿Quién es Jesús?
¿Intentamos responder alguna vez esta pregunta? ¿Quién
es Jesús?. Tal vez sí, y si lo hicimos, seguramente intelectualizamos
respuestas y reproducimos conceptos adquiridos y llegamos a una
explicación racional de lo inexplicable.
Sin embargo, la verdadera respuesta a la pregunta, más
que expresarse verbalmente debe vivirse y esto, es lo más difícil de
lograr.
Creo y siento, que el problema radica en tratar de
discernir profunda y auténticamente la verdadera humanidad de Jesús, ya
que en este detalle está el principio de la verdad o el punto de partida
del error.
Si nos encerramos en un Dios que envía a Su Hijo para
imitar y vivir -incluso en plenitud- la humanidad de los hombres, entonces
tomamos como modelo una copia, y lo que es peor, una copia de nosotros
mismos.
Siguiendo este razonamiento, el Hijo del Hombre sería
un “modelo mejorado” del hombre. Como una nueva versión preparada
especialmente para la ocasión en el laboratorio celestial apta para
representar un papel histriónico y ejemplificador.
El Jesús “copia”, no es un Jesús auténtico. Y esta
falta de autenticidad genética nos impide comprender su verdadero mensaje
y su enseñanza vital. Casi se podría decir que lo reduce a un oportunista
demagogo que seduce masas partiendo de la base de sus debilidades y
dolores, de su marginación y exclusión.
En esta línea, Jesús, indudablemente tiene que preferir
los grupos oprimidos porque él viene a eso; una especie de
auto-predestinación que lo condiciona a elegir ese grupo y no otros
grupos.
¿Cómo no va a comprenderlos si vino a eso? ¿Cómo no
perdonarlos? ¿Cómo no cobijarlos?
Como contraste, cuando recibimos la gracia de vivir una
experiencia de conversión (aunque sea mínima), sentimos en el corazón a un
Jesús íntimamente cercano. No es un Dios disfrazado de hombre quién nos
cambia el corazón, cura y renueva, sino uno infinitamente humano e
infinitamente divino.
Jesús es hombre en humanidad pura. Esencia básica de
hombre-imagen y semejanza de Dios. Modelo por modelo mismo. Jesús no es
maqueta de hombre, es hombre germinal; Verbo encarnado de primera
encarnación.
La humanidad de Jesús por lo tanto es única humanidad
inmutable. Primero antes que el primero. Presente siempre en todas y cada
una de nuestras humanidades. Y creo que por aquí pasa la clave.
Jesús es modelo porque no es un hombre: es EL hombre.
Ese hombre que, presente en cada uno de nosotros muchísimas veces nos
esforzamos en ocultar para poder realizar nuestro propio plan de vida,
contestatario de pasiones, finito y caprichoso, central y excluyente.
Ese hombre, regalo de Dios, que escondemos como
cebollas bajo mil capas. Hombre que a fuerza de esconder ignoramos y a
fuerza de ignorar negamos.
Y Jesús no es hombre-teorización de Dios. Es hombre
íntegro.
Ahora, ¿por qué el que sufre, el oprimido, el
sufriente, el marginado, el herido?
Porque fue perdiendo capas. Porque va dejando a fuerza
de golpes rasgaduras, parte de la humanidad creada por Dios a la vista.
Porque ese que sufre en su propio cuerpo el dolor, a su vez va liberando
el olor de la humanidad creada.
La sangre entonces que mana de la herida profunda es Su
Sangre. El grito que brota del corazón profundo es Su Grito. La pena que
oprime el corazón profundo es Su Pena. Sangre, grito y pena único,
inmutable, eterno. Sangre, grito y pena eternos como eterna es la
humanidad regalada por Dios.
Cristo se manifiesta en el que sufre. No es que se hace
presente en el dolor; el dolor libera destellos de la humanidad creada por
Dios, humanidad esencial de Jesús. El dolor libera destellos de Jesús.
El oprimido no grita como Jesús. Jesús grita junto con
el oprimido desde la profundidad de su corazón.
Cristo no “elige” a los que sufren para hacerse
presente. Él, presente en todos se manifiesta (se puede ver) en los que,
quebrados, dejan salir por sus grietas los destellos de Su Luz.
Ese es el Jesús que estamos llamados a reconocer en los
demás.
Es Jesús mismo, auténtico hombre, auténtico Dios, el
que estamos llamados a buscar en nuestros hermanos. No es imagen, es
persona viva.
Ese es el Jesús que estamos llamados a dejar traslucir.
Él que tenemos que permitir que nos traspase y nos reviva en Vida nueva.
Él que tenemos que imitar para imitar la vida que Dios, en su
inconmensurable bondad, depositó en cada uno de nosotros.
Y me parece que por allí va el camino de la conversión,
que es inseparable del camino de la compasión y comprensión.
Misma mujer, mismo hombre, convertido, transformado
desde adentro hacia fuera. Una transformación que parte de la humanidad
creada por Dios y derrota la humanidad creada por nosotros. Eternidad que
vence finitud.
Ojos que permiten ver Vida.
Oídos que escuchan Palabra.
Manos que se hacen a la Obra.
Piernas que se ponen en el Camino.
Lo cierto es que todavía no se concretamente quién es
Jesús, pero mientras tanto sigo buscándolo, en la medida de mis enormes
limitaciones, en el corazón de cada uno de mis hermanos.
A veces me sale, otras, la grandísima mayoría, no; pero
intentarlo es una don que no voy a dejar de agradecer a Dios y al cual no
me cansaré de invitar, porque lo bueno, solo se disfruta si se comparte.
Padre Bueno, te ruego que me regales la fe y la gracia
para creerlo.
Jesús Misericordioso, te ruego que me enseñes a ser hombre para vivirlo.
Espíritu Santo, te suplico derrames sobre mí tus dones para poder
comprenderlo y transmitirlo.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
Por los siglos de los siglos,
Amén.
Publicado el 29 de agosto de 2003.
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