Flogisto político
Mikel Agirregabiria Agirre
El más célebre error de la historia científica nos
revela la fórmula de la convivencia humana.
El
descubrimiento del fuego se produjo hace 400.000 años. Anteriormente,
desde hace 7 millones de años, los homínidos recurrieron únicamente a la
caza como fuente de energía vital. Desde los orígenes de la historia, la
humanidad se preguntó por la naturaleza del fuego. En el siglo V antes de
Jesucristo, Empédocles sugirió la existencia de cuatro elementos (fuego,
tierra, aire y agua), como constituyentes -en proporciones variables- de
toda materia. Esta visión, perpetuada por Aristóteles durante siglos,
incorporó el concepto de “fuego” como una propiedad contenida en algunas
sustancias.
En 1702,
Stahl desarrolló la “teoría del flogisto” para explicar la combustión. El
“flogisto o principio inflamable”, descendiente directo del "azufre" de
los alquimistas y más remoto del elemento "fuego", era una esencia oculta
que formaba parte de los combustibles. Cuanto más flogisto tuviese un
cuerpo, mejor combustible era. Al encender un combustible, su flogisto
pasaba al aire que se flogistizaba. Si se agotaba el flogisto, las cenizas
no podían continuar ardiendo. Si el aire se saturaba de flogisto, también
se impedía la combustión. El avance en el estudio de los gases y de la
conservación de la masa en las reacciones obligó a desechar esta errónea
hipótesis. Al medir el peso de reactivos y productos de una combustión, se
comprobó que -en muchos casos- la cal quemada de un metal pesaba más, lo
que obligaría a que el flogisto tuviese una masa negativa.
Lavoisier,
el mayor químico de la Historia, descubrió que el “aire desflogistizado”,
que “deseaba flogistizarse” era realmente un gas existente en la
atmósfera: el oxígeno. Sólo en presencia de dos componentes, combustible y
comburente, se producía la combustión. La ciencia hubo de esperar 23
siglos para averiguar la participación simultánea de dos elementos para
producir el fenómeno de la combustión, desarraigando la creencia simplista
de que toda la potencialidad del fuego residía en un solo componente, como
el imaginario “fluido calórico” que se trasvasaba de un cuerpo caliente a
uno frío.
La falacia
del flogisto nos muestra que en numerosas áreas de la vida, lo más
definitorio es la interrelación de entes distintos. Desde la vitalidad de
un ser unicelular, cuya membrana más que protegerle le comunica con el
exterior, o desde la grandeza del amor humano, es fácil comprender que el
secreto de la existencia está en la suma de elementos complementarios. Las
relaciones humanas, familiares, sociales, profesionales o políticas
deberían regirse por esa pizca del sentido común que subyace en frases
mágicas como “te quiero”, o al menos de “tal vez tengas razón”. Sólo los
“demás” dan sentido al “nosotros”; el “yo” no existe sin el “tú”.
En las
ciencias políticas estamos aún en un estadio muy primitivo de
interpretación y comprensión de las leyes que rigen su dinámica. Nunca se
escucha entre políticos adversarios el “quizá tú también tengas parte de
razón”. Todavía persiste la simpleza de considerar que un solo partido
político posee la “piedra filosofal” que puede transformar un mundo de
plomo en una áurea utopía. Aplicando un ápice del “método científico”,
obtendríamos auténticos progresos en la práctica política que requiere
nuestra civilización, en la que el progreso tecnológico nos ha permitido
ser capaces de destruirnos concienzuda y planetariamente, pero aún no de
gobernarnos pacífica y solidariamente.
Señores de
la Política: “El flogisto no existe. La verdad política absoluta no
existe. Pero sí existe la capacidad de producir un cálido hogar de luz
cuando se pactan y combinan ideas y proyectos suplementarios, que nada
aportan por separado. A ver cuándo surge la chispa del entendimiento y
descubrimos el modo de salir del paleolítico inferior donde se encuentra
la política actual, cuando parece que sólo cabe la caza para sobrevivir.
Aprendamos que los otros son… nuestro oxígeno”.
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