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Juan Pablo II y Benedicto XVI

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Los cardenales habían elegido a quien Juan Pablo II, en su libro ¡Levantáos, vamos!, había llamado «el amigo fiel».

Pocas veces se ha llenado con tanta rapidez la Plaza de San Pedro como aquella luminosa tarde primaveral del 19 de abril de 2005. La brevedad del conclave hacía presagiar que la elección había caído en un cardenal de gran autoridad moral. Cuando el cardenal protodiácono de la Iglesia católica, Jorge Medina Estévez, presentaba al 264º sucesor de san Pedro y pronunció el nombre «Josephum», muchos en la plaza se le adelantaron: ¡Ratzinger! No se equivocaron: «Josephum Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger». Los cardenales habían elegido a quien Juan Pablo II, en su libro ¡Levantáos, vamos!, había llamado «el amigo fiel».

Se habían conocido personalmente en los cónclaves de 1978, aunque intercambiaban libros desde hacía algunos años. En 1981 Juan Pablo lo nombró Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF). Entre otras cosas, este nombramiento mostraba que Juan Pablo II se tomaba en serio la teología y a los teólogos. La competencia del arzobispo de Munich era reconocida tanto por los sectores favorables a su nombramiento como por los críticos. Al designar para prefecto a un hombre de esa talla intelectual, Juan Pablo II mostraba su compromiso por impulsar una verdadera renovación de la teología fiel al Concilio y por mantener una relación estrecha con la teología actual.

Joseph Ratzinger no defraudó a Juan Pablo II. Con un alto sentido de la responsabilidad y del deber, mantuvo siempre las prioridades. En los últimos años, cuando flaqueaban las fuerzas a su predecesor, su fiel y estrecho colaborador arrimaba más el hombro y no aceptaba las muchas invitaciones que de todo el mundo le llegaban para intervenciones públicas.

Durante casi 25 años, cada viernes por la tarde se encontraban los dos a solas para repasar la labor de la CDF. Los martes, antes y durante el almuerzo, solían reunirse en compañía de otras personas para desarrollar análisis intelectuales más profundos, en los que Juan Pablo II iba madurando alguna encíclica en preparación, los discursos de los próximos viajes apostólicos, las catequesis de los miércoles o, simplemente, su pensamiento sobre cuestiones de actualidad.

Eran sinceros amigos. Al cumplir 20 años de servicio en la CDF, el cardenal recordó los encuentros ordinarios con el Papa como la experiencia más bella de ese periodo, porque «se habla de corazón a corazón y constatamos la común intención de servir al Señor» (Zenit, 23-XI-2001).

Durante el primer año de pontificado, Benedicto XVI no ha cesado de recordar la persona y la obra de su predecesor. Entre las muchas cualidades de K. Wojtyla, admiraba su apertura a todo el mundo y su accesibilidad humanas, sin complicaciones; su sentido del humor; su piedad de auténtico hombre de Dios, sin alardes, apariencias, poses o vana exterioridad; su larga y original historia de pensamiento y de vida, marcada por el sufrimiento y la fidelidad. «Su riqueza espiritual y su facilidad para conversar e intercambiar ideas, me lo hicieron simpático desde el primer momento» (La sal de la tierra). La sintonía espiritual e intelectual entre ambos era profunda. Nunca hubo divergencias entre ellos porque, aunque los dos tenían una gran independencia de pensamiento, estaban unidos por una viva adhesión a la fe y una inquebrantable voluntad de servir a la Iglesia.

En un encuentro con periodistas, el Cardenal Ratzinger señaló algunas de las más importantes contribuciones del pontificado de Juan Pablo II: su presencia en todas las partes de la Iglesia ha creado una experiencia sumamente viva de la catolicidad y de la unidad de la Iglesia; las encíclicas Redemptoris missio, Veritatis splendor, Evangelium vitae y Fides et ratio  «son cuatro documentos que serán realmente monumentos para el futuro». Se le recordará por «su apertura a las demás comunidades cristianas, a las demás religiones del mundo, al mundo profano, a las ciencias, al mundo político. En esto, él ha hecho siempre referencia a la fe y a sus valores, pero al mismo tiempo ha mostrado también que la fe es capaz de entrar en diálogo con todos». Así como el testimonio de sufrimiento, de caridad y de diálogo de los primeros cristianos convencieron al mundo antiguo, ese mismo testimonio de Juan Pablo II en sus últimos meses de su vida ha conmovido al mundo contemporáneo.