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Lecciones de dolor, enseñanzas de amor

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Su sufrimiento para muchos era un sinsentido. Él, sin embargo, descubría en el dolor la mano amorosa de Dios que lo sostenía.

Hace un año, el mundo entero estuvo en vilo ante la grave enfermedad de Juan Pablo II. En esos días, el camino de Wojtyla hacia el Calvario se hizo más estrecho y su fin parecía inminente. Efectivamente, la meta se encontraba apenas a unos pasos. Era una cruz preparada para morir al lado de su Maestro, nuestro Redentor.

Jamás olvidaremos las angustiosas jornadas de dolor en el Gemelli, seguidas de la convalecencia en el Vaticano, la reentrada en el mismo hospital y la vuelta a los palacios apostólicos. Los ojos de todos estaban centrados en Roma, enfocados en ese cuerpo otrora invencible y que ahora yacía lacerado en la cama, con apenas posibilidad de comunicarse.

El rostro sonriente y vigoroso que conquistaba tantos corazones, ahora estaba rígido y pálido. Las manos que acariciaban a miles de niños, ahora parecían dos hilos sin vida. Esas piernas que, como ningún ser humano, habían pisado tantos lugares en el mundo, ya no respondían al mandato de su voluntad. Parecía un tronco inerte, no un hombre. Y con todo, seguía siendo el mismo.

Si hubiéramos tenido la oportunidad de estar al lado de él, de contar con tan solo un hueco para contemplarle, ¡cuántas lecciones habríamos aprendido!

Juan Pablo II jamás ocultó su enfermedad. No tenía nada de que avergonzarse. Por ello, a pesar de los serios problemas respiratorios, intentó dirigirse a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro el Domingo de Resurrección del año pasado. La voz se le congeló. No pudo hablar. Su silencio lo dijo todo: ¡aunque el cuerpo se apagaba sin remedio, el espíritu seguía fuerte!

La inmensa autoridad moral que poseía, había nacido de una férrea correspondencia entre sus palabras y sus obras. Durante su largo pontificado se refirió en repetidas ocasiones a los enfermos, animándoles, reconfortándoles, ofreciéndoles un sentido. Ahora encarnaba todas esas palabras. Sus acciones jamás le desdijeron, y por ello sus ojos no perdieron brillo.

Su sufrimiento para muchos era un sinsentido. Él, sin embargo, descubría en el dolor la mano amorosa de Dios que lo sostenía. Vivía su estado físico no como un castigo, sino como un modo más de asemejarse a Cristo.

Nuestra sociedad tiembla ante el dolor, busca cualquier medio para paliarlo y, si es posible, para eliminarlo a toda costa. El Papa, desde su lecho, nos gritaba que no le tuviéramos miedo, que no temiéramos la enfermedad. También ella puede ser una llave para abrirle de par en par las puertas a Jesucristo. Él la vivió así.

Por fin, tomando por báculo a su sufrimiento, atravesó las fronteras de este mundo, llevando tras de sí las lágrimas de millones de personas que algún día esperan alcanzarle en el confín del cielo.