Camino, catecismo y campana. La triple vocación de nuestro Apóstol. Y nuestra inaplazable misión: En el cuarto centenario del fallecimiento de Santo Toribio de Mogrovejo
Albores de la evangelización de América
Suele dividirse la evangelización del Nuevo Mundo en dos etapas claramente definidas: la de la fundación o kerigmática y la de la consolidación o catequética. Son, rigurosamente hablando, dos momentos de un mismo esfuerzo evangélico y un solo fervor llevado a cabo por la doble potestad de la Iglesia y la Corona de España, con el insoslayable auxilio de la Divina Providencia.
Y si es posible separar y distinguir cada una de estas etapas evangelizadoras es por un acontecimiento eclesiológico – doctrinal esencialísimo: el III Concilio Limense, que representó nada más ni nada menos que la concreta vigencia del Concilio Tridentino en el mundo indiano. Y el gran señor y patrono de este venerable Concilio fue Santo Toribio de Mogrovejo, cuyo fallecimiento conmemoramos hoy con este sencillo escrito.
Mas, antes de emprender nuestra sucinta descripción de la santa obra de Toribio, es menester señalar los grandes rasgos de la evangelización fundante, es decir, anterior al III Concilio de Lima.
En efecto, durante el período anterior a Trento se realizaron en América las asambleas o juntas mexicanas, congregadas entre 1524 y 1546 y los dos primeros concilios provinciales y americanos, celebrados en Lima, en 1551-1552, y en México, en 1555. Esta etapa de la legislación eclesiástica estuvo fuertemente influenciada por el Concilio de Sevilla de 1512, presidido por el arzobispo de la ciudad homónima, Don Diego de Deza. Sus disposiciones conciliares se explayaron especialmente sobre el tema del comportamiento de los eclesiásticos, que fueron especialmente exhortados a "ser más ejemplares en el cumplimiento de su ministerio y a corregir con más fortaleza a los feligreses que no vivían su fe."
Las juntas eclesiásticas celebradas en América durante la evangelización fundante dejaron señaladas las cuestiones más urgentes de la realidad indiana. Así, en época tan temprana como 1524, se celebró la Junta Apostólica de México – a la que asistió Hernán Cortés – centrada especialmente en la cuestión sacramental y en la enseñanza doctrinal. Del mismo modo, allí se trataron temas tan esenciales como la conversión de los naturales, la catequesis prebautismal, la petición de nuevos misioneros a la Corona o la impresión de doctrina y cartillas para la enseñanza de la fe.
Sin embargo, y a pesar de la importancia que debe adjudicársele a las reuniones eclesiásticas mencionadas, la consolidación de la legislación evangelizadora comenzó estrictamente con los Concilios Provinciales celebrados en Lima y en México.
Los dos primeros concilios provinciales de Lima fueron inspirados por uno de los arquetipos de la historia eclesiástica indiana: el arzobispo Jerónimo de Loayza, quien comprendió que una de las primeras obligaciones de los Obispos era evangelizar a los indígenas, tal como lo estipulaban las reales cédulas oportunamente emitidas por los reyes de España. Para facilitar su tarea, a los Obispos les eran concedidos ciertos privilegios. Aun así, Loayza vio que todavía no había un plan de trabajo conjunto en tierras americanas y que las iniciativas individuales corrían el peligro de tornarse infecundas y quedar comprometidas por el individualismo anárquico y disperso que por entonces había. Cada uno hacía lo que creía más conveniente – siempre en pos de la propagación de la Fe –, pero no había un trabajo en conjunto.
Era, pues, necesario sentar las bases de la Iglesia en el Perú, y para ello convocó Loayza al Primer Concilio Limense, que se extendió desde el 4 de octubre de 1551 hasta fines de febrero de 1552. El gran tema de este Concilio local fue la catequesis de los indígenas. Se insistió en que la doctrina debía enseñarse de manera uniforme: había que adaptarse a la forma de pensar de los indígenas y ser particularmente cuidadosos en la transmisión de la fe. Para poder cumplir este objetivo, se estableció un sumario de los principales artículos de la fe, se ordenó redactar una cartilla con la explicación correspondiente en quechua, y se dio autorización para que los indígenas recibieran los sacramentos del bautismo, la penitencia y el matrimonio, debiendo haber una enseñanza previa. A nadie se le obligaba a recibir un sacramento por la fuerza. También se les admitía a la eucaristía, pero con mayores reservas. Igualmente, se dieron normas metodológicas bastante detalladas sobre la manera de enseñar el catecismo. Con el fin de fomentar la labor evangelizadora por parte del clero, se prescribió que ningún clérigo podría regresar a España sino después de haber realizado por lo menos cuatro años de trabajo pastoral con los indígenas.
El II Concilio Limense fue convocado por Loayza para el 1º de febrero de 1567 en la Ciudad de los Reyes, con el fin de adaptar las normas del Concilio de Trento (1545-1563) a la realidad del Nuevo Mundo. Ya en octubre de 1565 el arzobispo había hecho publicar solemnemente en Lima los documentos del Concilio Tridentino.
Contando con una numerosa participación de Obispos y prelados, el II Concilio Limense inició sus sesiones el 1º de marzo de 1567. A lo largo de las diversas reuniones, se leyó en común el texto íntegro del Concilio de Trento, hecho lo cual se emitió una profesión de fe católica y una abjuración de todas las herejías, en particular la luterana. Esto último, más allá de la catequesis a los indígenas, estaba especialmente destinado a preservar la pureza de la fe de los españoles residentes en el Nuevo Mundo. No obstante, la evangelización de los indios estuvo presente y es donde encontramos los puntos de mayor interés. En efecto, allí se expresó una mayor apertura en la administración de los sacramentos y un más profundo empeño en la difusión de la fe cristiana. Los sacerdotes y agentes de pastoral debían instruir a los indios en sus lenguas aborígenes; por lo tanto, estaban obligados a aprenderlas bien. Asimismo, se enfatizó la necesaria extirpación de todas las prácticas de idolatría y hechicería que aún subsistían entre los indios y que desvirtuaban la vivencia de una auténtica fe cristiana. Y, junto con esta esencial y evangélica normativa que apuntaba directamente a la transmisión auténtica de la fe, encontramos otras que tienen como objeto la promoción humana y la preocupación por la dignidad personal de los aborígenes: enseñar el aseo corporal, a no dormir en el suelo, a comer sobre una mesa, desterrar el uso de la coca, la deformación de las cabezas de los niños, las borracheras que tanto daño causaban a los pueblos indígenas y, por sobre todo, el enseñarles a vivir en policía, es decir, en comunidad.
Pero nada resultaba sencillo en esta tierra de albores y promesas. A causa de las luchas civiles entre los conquistadores, le tocó al arzobispo Loayza gobernar una arquidiócesis en tiempos difíciles. Sin embargo, no obstante los peligros y el riesgo de rebeliones contra su autoridad pastoral, no dudó este gran obispo en combatir las codicias y los abusos de muchos españoles, a la vez que buscaba el cese de hostilidades y la reconciliación entre aquellos que eran hermanos en una misma fe. Hacía esto sin desconocer lo difícil de la situación, como escribió en una carta al Consejo de Indias: "Existen en el país tres mil ociosos pobres, que están siempre listos a tomar parte en las revueltas".
Fueron muchas las obras que se deben a la dedicación que puso en su trabajo pastoral: iglesias, conventos, escuelas, hospitales. Donó grandes cantidades de dinero para la construcción de la Catedral y del Seminario. Creó parroquias como las de San Sebastián, Santa Ana y San Marcelo. Inició las fundaciones del monasterio de la Encarnación, San Agustín, la Concepción, San Pedro. Pero su obra principal fue la del Hospital de Santa Ana, cuyas obras se terminaron en 1553. La construcción fue realizada con fondos obtenidos por el arzobispo mediante la venta de alhajas, limosnas y un subsidio especial otorgado por el rey de España, Felipe II. El hospital estaba destinado principalmente a alojar a los indios enfermos, pues muchos de ellos, por falta de atención médica y de alimentación adecuada, morían en sus ranchos. Luego de una infatigable obra apostólica, Fray Jerónimo de Loayza partió a la Casa del Padre el 25 de octubre de 1575.
La llegada de un santo: Toribio de Mogrovejo en Indias
Nada sencilla la tarea de reemplazar a un Obispo de la talla de Loayza. Sin embargo, y provisto sin duda de una providencial inspiración, eligió el Rey a Toribio de Mogrovejo, a la sazón inquisidor en Granada y aún candidato a las órdenes sagradas. Era, en efecto, un laico al servicio de la Iglesia en el ministerio inquisitorial, un fiel seguidor del magisterio que comenzára en su día el memorable San Raimundo de Peñafort, primer Inquisidor de las Españas.
Por cierto que Roma aceptó la sugerencia del nombramiento de Toribio y pronto fue designado arzobispo de la Ciudad de los Reyes, el 16 de marzo de 1579. Había nacido nuestro santo en Mayorga, pueblito de León, allá por 1538, y realizado estudios de jurisprudencia en las universidades de Coimbra y Santiago de Compostela, graduándose en esta última universidad.
Una vez consagrado obispo en la catedral de Sevilla, se embarcó para el Nuevo Mundo. Llegó a Paita en marzo de 1581, desde continuó por tierra su viaje a Lima, atravesando interminables desiertos de arena, preferentemente de noche para evitar el intenso y agotador calor del día. Entró solemnemente en Lima el 1 de mayo de 1581
Durante la mayor parte de su gobierno pastoral, dedicóse Toribio a viajar a lo largo y ancho de su diócesis, con el fin de conocer personalmente a los fieles cristianos que le estaban confiados y evangelizar a los que aún desconocían la fe. A tal punto fue ésta una de sus preocupaciones, que de los 25 años de su gobierno, sólo 8 estuvo en Lima, por lo que no faltaron los advenedizos que le criticaron – injustamente, por cierto – el abandono en que supuestamente había dejado la ciudad. El mismo Santo Toribio relata de manera resumida sus propias experiencias, en una carta al Papa Clemente VIII, fechada en 1598: "He visitado por su persona cuando todavía habría de recorrer muchísima leguas no incluidas en este recuento […] muchas y diversas veces el distrito, conociendo y apacentando mis ovejas, corrigiendo y remediando lo que ha parecido convenir y predicando los domingos y fiestas a los indios y españoles, a cada uno en su lengua y confirmando mucho número de gente […] y andando y caminando más de cinco mil y doscientas leguas, muchas veces a pie, por caminos muy fragosos y ríos, rompiendo por todas las dificultades y careciendo a veces yo y mi familia de cama y comida; entrando a partes remotas de indios cristianos que, de ordinario, traían guerras con los infieles, adonde ningún Prelado o Visitador había llegado ".
Ésta es entonces la primera nota del ministerio de nuestro Santo: la de andar los caminos de la tierra americana enseñando el Camino sinuoso y siempre estrecho que lleva al Reino. Por eso, Santo Toribio es el gran peregrino de América, el caminador del Señor.
Toribio y el III Concilio Limense
Sin embargo, la obra magna por la que se recuerda a Santo Toribio de Mogrovejo es el III Concilio Limense (en adelante IIICL). Lo cierto es que, a pesar de los esfuerzos e iniciativas de fray Jerónimo de Loayza en torno a los dos anteriores concilios limenses, todavía no se habían podido penetrar adecuadamente las costumbres gentiles de los indígenas, y la labor evangelizadora presentaba aún mucha desorganización, descuido e improvisación. El Rey de España, conocedor de estos problemas, emitió unas Reales Cédulas de convocatoria para un tercer concilio (en Bajadoz, 19 de septiembre de 1580), con el fin de "poner en orden las cosas tocantes al buen gobierno espiritual de las almas de esos naturales, su doctrina, conversión y buen enseñamiento, y otras cosas muy convenientes y necesarias a la propagación del Evangelio y bien de la religión."
El P. Cayetano Bruno distingue en la realización del IIICL dos grandes etapas. Llama contenciosa a la primera por los problemas suscitados en torno a la figura de Santo Toribio de Mogrovejo que, como todo gran santo, generó grandes amores pero también celos y odios. La segunda etapa, de mayor tranquilidad y labor, es denominada por Bruno como período definitivo. En éste se dieron la mayor parte de los decretos y disposiciones conciliares que providencialmente impidieron el fracaso de la reunión.
En este concilio prácticamente estuvo representada toda la Iglesia en América del Sur y América Central presente en dominios españoles, puesto que se contó con la asistencia no sólo de los Obispos del Cuzco, Santiago de Chile, La Imperial, Paraguay, Quito, Charcas y Tucumán, sino que también hubo delegados de La Plata, Nicaragua y de las órdenes religiosas, que además enviaron a sus teólogos más insignes para que tomaran parte en las sesiones conciliares. Entre ellos cabe destacar al jesuita José de Acosta, acaso el teólogo más trascendente de la historia americana.
Se extendió el Concilio desde el ó desde el 15 de agosto de 1582 hasta el 28 de octubre de 1583 y dos fueron los grandes temas de la reunión conciliar: la promoción religiosa y social de los indígenas y la reforma del clero. Los Obispos tomaron posición a favor de la defensa de los indios frente a las injusticias que pudieran haberse cometido contra ellos: "Doliéndose gravemente este santo sínodo que no solamente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres tantos agravios y fuerzas con tanto exceso, sino que también el día de hoy procuran hacer lo mismo; ruega por Jesucristo y amonesta a todas justicias y gobernadores que se muestren piadosos con los indios, y enfrenen la insolencia de sus ministros cuando es menester, y que traten a estos indios, no como esclavos, sino como hombres libres y vasallos de la majestad real, a cuyo cargo los ha puesto Dios y su Iglesia. Y a los curas y otros ministros eclesiásticos mandan muy de veras que se acuerden que son pastores y no carniceros, y como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana".
La enseñanza de la doctrina cristiana impartida a los indígenas debía ser lo más clara posible, motivo por el cual se decidió elaborar un catecismo único en castellano, quechua y aymará. El mentado P. José de Acosta, basándose en el catecismo tridentino elaborado por encargo del Papa San Pío V, redactó el texto en castellano, que fue traducido luego a las lenguas de los indios por los eminentes lingüistas Juan de Balboa y Blas Valera. Ya para los años de 1584 y 1585 estaban listas las ediciones de los catecismos, que fueron los primeros libros impresos en América del Sur. Este catecismo sería la preciosa fuente doctrinal en la que beberían los católicos americanos hasta los albores del siglo XX.
No obstante, el Concilio no se dedicó exclusivamente a la enseñanza de la fe a los indígenas, sino que consideró importante también dar indicaciones claras y precisas sobre la promoción humana de los indios, basándose en la idea – siempre presente en la doctrina cristiana – de que no se puede construir una sólida vida espiritual si no existen previamente unas condiciones mínimas indispensables para una existencia humana y digna. "La vida cristiana y celestial enseña que la fe evangélica pide y presupone tal modo de vivir, que no sea contraria a la razón natural e indigna de hombres, y, conforme al Apóstol, primero es lo corporal y animal que lo espiritual e interior". Por eso mismo, no solamente se debía prestar la asistencia adecuada a los indios, sino también ofrecerles una educación que los llevara a vivir en condiciones dignas, lo cual incluía normas de conducta y urbanidad, orientadas más que nada al respeto propio y del prójimo. Pero a la vez que se mandaba esto, se buscaba que se llevara a cabo evitando todo actitud impositiva y autoritaria hacia los indígenas: "todo lo cual no se ha de ejecutar haciendo molestia y fuerza a los indios, sino con buen modo y con un cuidado y autoridad paternal".
Para lograr estos objetivos, una de las condiciones ineluctables era que los clérigos testimoniaran una vida ejemplar y una dedicación sacrificada a la labor evangelizadora. Lamentablemente, no siempre ocurrió así. Hubo clérigos seculares dedicados a actividades impropias de su estado de vida, como, por dar sólo brindar algunos ejemplos, el juego y negocios lucrativos rayanos con la usura. No faltaron tampoco los que, faltando gravemente a su estado, tuvieron trato íntimo con mujeres y aún – en el peor de los males – los que se plegaron a las múltiples recidivas idolátricas o brujeriles, cuando no decididamente heréticas. Hubo de eso en la América del amanecer de la fe -¿por qué negarlo? – pero en proporciones tan ínfimas y poco representativas que cualquier generalización escaparía a la mera confusión y se situaría en la más completa mala intención. No otra cosa han realizado las tan llevadas y traídas leyendas negras.
Lo cierto es que, con el fin de cortar estos males de raíz, el Concilio prohibió a los sacerdotes y agentes pastorales dedicarse al comercio, la explotación industrial y todo aquello que implicara negociación lucrativa. Además, dado que debían saber las lenguas de los indígenas para poder evangelizarlos, se facultó a los visitadores eclesiásticos para reemplazar a los curas que no las supiesen.
Párrafo aparte merecen los muchos y muy útiles instrumentos pastorales que el IIICL proveyó a los misioneros y curas de almas. Bajo la inspiración de Acosta y la guía pastoral de Toribio, este Concilio se propuso un ambicioso proyecto evangelizador que concluyó en "la elaboración de tres catecismos relativamente cortos preparados para la instrucción inmediata de los indígenas (Doctrina cristiana, Catecismo breve para los rudos y ocupados y Catecismo mayor para los que son más capaces); un extenso Tercer Catecismo o Catecismo por sermones, redactado para facilitar la actividad pastoral de los misioneros; y un Confesionario para los curas de indios (…) todo ello se tradujo al quechua y al aymará". De todos éstos, el Tercero Catecismo fue el instrumento pastoral más importante. A propósito del IIICL y de sus instrumentos pastorales, y partiendo de conceptos propios de la historia del derecho, Antonio García señala que la vigencia, recepción y uso del mismo se extendió mucho más allá del ámbito peruano llegando incluso al Ecuador, el Reino de Nueva Granada y Venezuela además de los más cercanos Chile y Río de la Plata. Y esto aún teniendo en cuenta las varias desavenencias de algunos obispos con Santo Toribio de Mogrovejo.
Cieza de León, recogiendo las realidades contrapuestas dadas por la evangelización y el antitestimonio, concluye su Crónica del Perú en los siguientes términos: "Y los indios se convierten y van poco a poco olvidando sus ritos y malas costumbres, y si se han tardado, ha sido por nuestro descuido más que por la malicia de ellos; porque el verdadero convertir los indios ha de ser amonestando y obrando bien, para que los nuevamente convertidos tomen ejemplo."
El Concilio de Santo Toribio entonces. La gran inauguración de su celo evangelizador y el inicio de su camino catequético. La segunda nota de su santo carácter: la del evangelizador armado con el Catecismo, para terror de los hechiceros, apóstatas y herejes, y gloria de la Iglesia de Cristo para la salvación de los hombres.
Colofón
No es tema menor el aniversario que nos mueve a ensayar este humilde homenaje y mucho mal haríamos en verlo y vivirlo como mera efeméride sin más trascendencia que su ubicación en el calendario. Porque el verdadero sentido de todo aniversario no puede ser más que la recordación de los arquetipos para su debida imitación. Todo lo demás es caricatura.
La Hispanoamérica de hoy, igual que la de Santo Toribio, exige obra evangelizadora. Nada nuevo ni original decimos, pues es lo que nos enseña el Magisterio Auténtico de los últimos cuarenta años, especialmente a través del entrañable testimonio de Juan Pablo II, que le dio a nuestra tierra un nuevo nombre propio: el Continente de la Esperanza.
Impele entonces la nueva evangelización que destierre y reduzca al olvido los males que hacen palidecer el panorama que los misioneros de otrora encontraron en estos lares. O, ¿acaso la idolatría de hoy no es mas inicua que la de antaño? ¿No son sus ídolos mil veces más perniciosos? Y, ¿no son los contemporáneos sacrificios humanos – homicidio, infanticidio, aberración abortista perversísima e ideológicamente legitimada – la mayor de las tragedias que azotan a nuestro Continente y al mundo entero? ¿Y qué decir de la perversidad de las costumbres? Mil veces más dañina que las de nuestros antepasados, cuanto más aceptadas y convalidadas son. Y ni que hablar de nuestro antitestimonio y de la falsía farisaica de quienes por deber de estado y por vocación deberían estar anunciando a Cristo y – muy por el contrario – lo niegan con su tibio proceder y su indecible difusión de la ponzoña ideológica.
Nueva evangelización, nuevos testimonios, nuevos mártires. Y todo a través del prisma arquetípico, el ejemplo impertérrito de los héroes y santos de ayer y de siempre. Por eso – antes que nada y por sobre todo – urge el rescate de las figuras que, a imitación de Cristo, anuncian la Venida de su Reino. Figuras paradigmáticas que nos convocan al Redil haciendo tañir las Campanas, al amanecer, antes de cada entrevero.
He aquí la Campana que hemos de hacer repicar para que nuestros contemporáneos, sedientos de Verdad y Esperanza, despierten y se pongan en marcha. La Campana que nos lega Santo Toribio, no para que la releguemos al desván polvoriento de nuestra memoria, no para homenajearlo deslucidamente, sino para encarnar nosotros – la Iglesia que hoy peregrina – el ideal de santidad y de heroísmo que es menester conservar para hacer frente este Buen Combate que el Siglo Oscuro nos impone.
Camino, catecismo y campana. La triple vocación de nuestro Apóstol. Y nuestra inaplazable misión.
Bibliografía
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