Te invito a glorificar a este Dios, a quien debemos nuestra vida, nuestro entendimiento, nuestra voluntad, cuanto somos y tenemos.
Fácilmente la mente y el corazón se nos van detrás de personas de carne y hueso que viven o que han vivido entre nosotros.
Por eso hay tantos que tienen mucha devoción a San Martín y Santo Rosa, etc. Y gozan llevándolos en procesión. Pero cuando se trata de Dios, que es puro espíritu, muchas veces nos contentamos con decir: ¡Es un misterio! Y nos quedamos tranquilos.
Es verdad que se trata de un misterio, pero debemos profundizar en este misterio porque es el más grande de nuestra fe.
Hasta la misma razón nos dice que existe un solo Dios. Bastaría hacernos una pregunta muy simple para entenderlo.
Si Dios lo puede todo (es todopoderoso), ¿qué poder le quedaría a otro dios?
Pero somos cristianos y, por encima de la razón, está la fe que nos lleva al conocimiento de Dios por la revelación, es decir, por lo que Él mismo, de distintas formas ha querido comunicarnos.
A esta comunicación de Dios la llamamos revelación porque Dios se nos “descubre” de alguna manera.
En esa revelación el único Dios se nos presenta como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo; es decir que, permaneciendo Uno y Único, Dios es, al mismo tiempo, una comunidad formada por tres Personas distintas. Cada Persona es Dios y a cada Persona la adoramos por igual.
Éste es, precisamente, el misterio que hoy nos presenta la Iglesia para nuestra meditación y también para nuestro gozo:
Dios es Padre y por lo mismo es fuente de todo lo que vive y del amor.
Dios es Hijo, engendrado por el Padre desde siempre.
Dios es Espíritu Santo, y procede del amor que se tienen el Padre y el Hijo.
Es claro que nuestra inteligencia nunca podrá penetrar en un misterio tan grande. Pero yo te invito a que, desde la fe, y aceptando la revelación, te alegres con esta enseñanza de San Pablo:
El Espíritu Santo vive dentro de nosotros y nos enseña a llamar a la primera Persona de la Trinidad con la misma palabra que empleaba Jesús: ¡Abba, Padre!
No tengas miedo y profundiza un poco más ya que la tercera Persona, el Espíritu Santo, no puede engañarnos.
Según esto, Dios es mi Padre. Y (vuelvo a repetir) como el Espíritu Santo no engaña, yo soy hermano de Jesús y lo manifiesto siempre que repito esa palabra tan bella: ¡Abba!
Todo este misterio sucede dentro de nuestro corazón. Nos creemos pequeños y ciertamente lo somos.
Pero, sin dejar de ser pequeños, somos templo de Dios. Es decir que el Dios grande, la Trinidad Santa, habita en nosotros como en un templo.
Cuando en un museo se guarda un tesoro, corremos a visitarlo. No por la construcción (que puede ser hermosa o no) si no por lo que hay dentro.
Tú y yo podemos pensar que somos una “construcción” pobre y limitada. Pero el tesoro que todos tienen que admirar y, sobre todo nosotros mismos, es la presencia de la Santísima Trinidad que nos enriquece desde dentro.
¿No es esto grandioso? Pues sí. Es un misterio que admirar y que adorar durante toda nuestra vida.
Te invito a glorificar a este Dios, a quien debemos nuestra vida, nuestro entendimiento, nuestra voluntad, cuanto somos y tenemos, con estas palabras de San Pablo a los Romanos:
“¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!
¡Qué insondables sus decisiones e irrastreables sus caminos!
¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero, para que él le devuelva?”
Glorifiquemos a nuestro Dios grande y único. Que sea Él el centro de nuestra vida espiritual y en Él encontraremos la paz y el gozo para nuestro corazón.
“¡Gloria y honor a Dios en la unidad de la Trinidad: al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, por todos los siglos!”