Dios es amor

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Comentario a la Carta Encíclica de su Santidad Benedicto XVI


Introducción.

La primera encíclica de un sumo pontífice se considera, tradicionalmente, como la encíclica programática de un pontificado. Benedicto XVI ha puesto, muy providencialmente, el amor como fundamento de su pensamiento filosófico y teológico. La doctrina católica que considera el amor como la esencia de Dios genera una infinitud de implicaciones morales para la vida del verdadero creyente y de cualquier hombre de buena voluntad. Se trata de un mensaje cuya repercusión para la persona, la vida comunitaria y la sociedad civil, podría ser revolucionaria. Un anuncio cuya trascendencia podría percibirse, en la historia contemporánea y futura, en términos de armonía, de justicia, de misericordia, de perdón, de reconciliación social y, finalmente, de fraternidad y de paz: “La fe cristiana, poniendo el amor en el centro –escribe Benedicto XVI- ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole, al mismo tiempo, una nueva profundidad y amplitud.”

Reflexión acerca del concepto de amor (Sección teórica).

De las múltiples acepciones que, en el lenguaje corriente, tiene la palabra “amor,” la que se refiere a la relación entre hombre y mujer es, seguramente, la más intensa y la más completa. Y lo es por que define e incluye la totalidad de las expresiones, físicas y espirituales, que tejen la reciprocidad nupcial, única y estable, del hombre y de la mujer: “En toda la multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma” (2). La semejanza del hombre a Dios se plasma, a manera de éxtasis, en este tipo de amor total e integral. Amor que, de manera privilegiada, reproduce la reciprocidad y las relaciones místicas que viven las tres personas de la SS. Trinidad.

El hombre, creado a imagen y semejanza divina, es verdaderamente tal en la medida que permanece fiel a Dios, autor y arquetipo del amor; en la medida que se deja guiar, a lo largo de toda su vida, por el espíritu de Dios amor. Nunca por el egoísmo, ni por la injusticia, ni por el odio, ni por la infidelidad que, del amor, son la negación y la traición.

El hecho de que la tradición eclesial y los escritos neo testamentarios hayan elegido prioritariamente la palabra “ágape” para referirse al amor humano, en lugar de optar por los términos más usados de “eros o de filía”, según el Papa, no significa que haya querido envenenar ni menospreciar la dimensión física, o sea erótica, del amor. El cristianismo nunca ha querido destruir el eros como tal, sino que ha declarado guerra a su probable desviación destructora. Por eso “el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre” (4). El querer disciplinar y purificar el eros no es actitud contraria al amor, sino mucho más favorable para que alcance su verdadera grandeza. Tampoco es correcto pensar que el cristianismo sea contrario a la dimensión corporal del amor; es adversario, más bien, de la degradación del cuerpo y del eros, reducidos a puro sexo y a mercancía.

La antropología cristiana, según el Papa, tutela y defiende la experiencia sexual y amorosa de la pareja, siempre y cuando sea vivida en cuerpo y alma también.
La concepción bíblica del amor es “integral” y los cantos de amor del “Cantar de los cantares” es su mejor demostración.
Con el término ágape la Sagrada Escritura quiere reproponer el amor como experiencia de la “benevolencia” y de la caridad, o sea, como búsqueda del bien de la pareja a la que, quien ama, debe entregarse totalmente y como participación del mismo amor con el que Dios ama y con el que Cristo se entrega a la Iglesia, su esposa. Este amor auténtico pide, aún hoy, “exclusividad (una sola pareja) y estabilidad” (hasta que la muerte lo separe).

El amor debe de ser éxtasis, pero “no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí” (6). La donación psicofísica, dentro de un proyecto de amor único e indisoluble, es la esencia del amor, del ágape cristiano y del eros mundano: “En realidad eros y ágape nunca llegan a separarse completamente… así el momento del ágape se inserta en el eros inicial…por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir” (7).

Es obvio que cuando las dos dimensiones del amor, eros y ágape, se separan completamente una de otra, se produce, entonces, una “caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor” (8). La fe bíblica, además, nos revela una gran novedad, o sea, “la teología nupcial”: la relación de Dios con Israel es ilustrada con la metáfora del noviazgo y del matrimonio y, por consiguiente, la idolatría resulta ser adulterio y prostitución. La gran novedad consistiría, propiamente, en la revelación de este gran amor de Dios para con la humanidad que, obviamente, pide amor. Las implicaciones éticas de esta revelación del amor de Dios para con el hombre consisten en que el único amor conyugal verdadero será monógamo, será exclusivo y definitivo.

La cumbre de este amor de Dios para con la humanidad es la cruz de Jesús, máximo signo de un amor que se dona y se entrega hasta la muerte. El actuar de Dios adquiere, en Jesús, su forma más dramática puesto que, en Jesucristo, “el propio Dios va tras la oveja perdida, la humanidad doliente y extraviada” (12). Y, este acto de entrega, ha sido perpetuado, por Jesús, en la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. La unión mística que se realiza entre quien se comulga y Jesús, se realiza también entre todos aquellos que comen el mismo pan: “yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan” (14). He aquí el fundamento de la “dimensión social de la Eucaristía” con todo lo que significa en términos de implicaciones éticas: unidad entre culto y ética e interdependencia entre fe y vida. Por lo tanto una Eucaristía que no comporte un ejercicio del amor sería fragmentaria en sí misma. La responsabilidad social para con el prójimo, en cuanto hermano necesitado, y la práctica de la solidaridad y de la caridad cristiana resultan ser consecuencias lógicas de la vivencia auténtica de la Eucaristía. Además la categoría del “prójimo”, hoy, supera los límites de la geografía local para abrazar a los necesitados del mundo entero. Es así como, el espíritu del Evangelio, nos impulsa hacia el amor y plasma el amor en “criterio de admisión”, en el juicio final, al reino de Dios (15).

Lo que se subraya, a lo largo del Evangelio, con determinación, es la “inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo” (16) puesto que Él se hace visible y viene a nuestro encuentro a través de los hombres. Con Dios y en Dios será más fácil amar al prójimo, inclusive, a la persona que no nos agrada o ni siquiera conocemos (18). Este amor, que llamamos amor caridad, consiste propiamente en ver al otro con los ojos de Cristo y, al verlo así, “puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (18). La apertura al prójimo, según el Papa, es requisito necesario para que nuestra fe sea auténtica y nos permita acercarnos más a Dios, pero también el encuentro con el Señor será indispensable para aprender amar al prójimo. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables; son, por cierto, un único mandamiento.

Orientaciones práctica para que la Iglesia, comunidad de amor, viva el mandamiento del amor (sección práctica).

Este misterio del amor humano, que tiene sus raíces más profundas en el misterio de la comunión trinitaria, no es explicable si no lo relacionamos con la fuerza necesaria del Espíritu Santo que es: “esa potencia interior que armoniza nuestro corazón de creyentes con el corazón de Cristo y que nos mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies a sus discípulos (Jn 13, 1-13)” (19). Este mismo Espíritu es aquel que transforma también el corazón de la comunidad eclesial y que la impulsa, permanentemente y con gran creatividad, hacia el “servicio de la caridad”.

Ya en la Iglesia primitiva se sintió la urgencia de organizar este servicio de la “diaconía” encargándoselo a los “diáconos”. Se trató de un servicio social muy efectivo y muy concreto que se tramando, con el paso de los años, de comunidad en comunidad, de monasterio en monasterio. La encíclica cita, a manera de ejemplo, a S. Lorenzo mártir (+ 258), quien presento a las autoridades romanas, como verdadero tesoro de la Iglesia, a los pobres por él asistidos.

El servicio de la caridad, como el anuncio de la Palabra y la celebración de los Sacramentos, son, en el pensamiento del Papa y para la Iglesia sus tres tareas esenciales. Además la Iglesia tiene el privilegio de auto comprenderse como la familia de Dios en el mundo, familia donde no debería haber nadie que sufra por falta de lo necesario (25).

Para el correcto servicio de la caridad al mundo entero la Iglesia, en los últimos dos siglos, ha elaborado una doctrina social sistemática y fundamentada en la Sagrada Escritura, a la que se inspira fielmente con frecuencia. Uno de los principios fundamentales de esta doctrina social es, naturalmente, la justicia, sin embargo, la Iglesia tiene conciencia que su realización concreta le pertenece más bien a la política de todos los estados y, consecuentemente, “un Estado –afirma la Encíclica- que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones” (28).

El establecimiento del contenido concreto y versátil del concepto de justicia, según el Papa, sería un problema que concierne a la razón práctica, purificada constantemente por la ética. Lo que la Iglesia quisiera hacer, con todo derecho, sería “contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica” (28). La empresa política de realizar la sociedad más justa posible no es tarea de la Iglesia la cual no puede ni debe sustituir el Estado. La Iglesia se considera, justamente, como una de las fuerzas vivas que, en la sociedad, pueden contribuir para que los poderes civiles cumplan con cabalidad sus deberes de ordenar armónicamente la comunidad humana y practicar la justicia social. El permanecer pasiva y callada podría revertirse contra sí misma y podría constituir un acto de complicidad, sin embargo, la Iglesia sabe que la acción directa deberá permanecer siempre como responsabilidad de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado ellos “están llamados a participar en primera persona en la vida pública” (29). El ejercicio de la actividad política debe ser vivido, por los laicos, como “caridad social”.

Para hacer frente a las múltiples urgencias sociales de nuestro tiempo su Santidad Benedicto XVI aconseja globalizar la solidaridad entre todos los creyentes y no, y promover las variadas formas del voluntariado, que se hacen cargo de múltiples servicios sociales. La Iglesia, consciente que “el imperativo del amor al prójimo ha sido grabado por el Creador en la naturaleza misma del hombre” (31) seguirá articulando su actividad caritativa de manera independiente de partidos e ideologías en el espíritu del buen Samaritano, quien se hizo prójimo del necesitado y cuyo corazón ve dónde se necesita amor, actúa en consecuencia y lo hace gratuitamente. Sujeto de esta acción debe ser la Iglesia a todos los niveles, empezando por las parroquias, a través de las Iglesias particulares, hasta llegar a la Iglesia universal. A los señores obispos, en virtud de su ministerio, se les confía este cuidado de la caridad y, a todos los creyentes, se les pide de inspirarse al hermoso himno a la caridad de S. Pablo (1 Co 13) que debería ser la “Carta Magna” de todo servicio eclesial (34).

Otra preocupación del Papa es la de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo (37). La dimensión contemplativa es necesaria para asumir con humildad los sufrimientos de los hermanos sin rebelarse contra Dios ni cuestionarlo por lo incomprensible que es la presencia de tanta cruz en el mundo. Debemos de estar seguros que Dios, a pesar de tanto dolor e injusticia presentes en el mundo, es Padre y nos ama “aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros” (38).

La encíclica termina, como en otras ocasiones, señalando a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad, como aquella que hizo del servicio de caridad a su prima Isabel, un ejemplo para todos. La grandeza de su fe y su gran disponibilidad al servicio de la caridad la convierten, sin lugar a duda, en un gran modelo a imitar. Los testimonios de gratitud, concluye el Papa, “que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien” (42). Aprendamos también nosotros a amar como Ella. Estoy convencido que esta primera encíclica “Deus charitas est”, de su Santidad Benedicto XVI, marcará el estilo de su pontificado y será también una gran orientación para que todos los creyentes tomemos en serio el mandato de Jesús “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Una encíclica alentadora, positiva, constructiva y, seguramente, en este momento histórico de desorden social y confusión mental, muy necesaria.