Realmente el regalo de la vida es algo que muy pocas veces o que prácticamente nunca se valora en su inmensa dimensión.
Que podamos despertar cada mañana, respirar, movernos, expresar nuestros sentimientos, en fin, en una sola palabra, vivir, significa mucho más de la importancia que le damos cada uno de nosotros.
Pasa algo muy similar al irresponsable significado que le damos a nuestra salud. Hay muchos órganos de nuestro cuerpo que ni siquiera conocemos y sabemos de ellos exclusivamente cuando nos duele y esto casi siempre significa que algo anda mal.
Si esto pasa con nuestra salud y con el funcionamiento de nuestro cuerpo, qué no decir de lo que reflexionamos sobre la vida misma, sobre lo que realizamos, sobre lo que quisiéramos construir o, peor aún, sobre lo que tenemos obligación de hacer y que no hemos podido por falta de tiempo, posiblemente porque hay otras prioridades o nuestro ritmo de vida no nos lo permite.
¿Qué pasaría si pusiéramos a un lado lo cotidiano y reflexionáramos en lo que realmente tendríamos que hacer si supiéramos que nos quedan unos cuantos meses de vida o quizás una semana?
Una vez que pensáramos en esto después de enumerar en una lista nuestros deseos tal vez valdría la pena replantearnos la pregunta y reflexionar en nuestras acciones si supiéramos que nos quedan sólo unos cuantos días, y una vez terminado esto, pensar nuevamente en qué pasaría si esos días se convirtieran en horas.
Seguramente que las prioridades en la lista de nuestros pendientes irían modificándose dramáticamente; tal vez partiríamos de aquellos sitios a los que soñamos ir; después tal vez pensaríamos en tantas personas a quienes hemos querido agradecer o visitar y a quienes desgraciadamente no hemos visto. Después quizá vendrían a nuestra mente aquellos con quienes no encontramos el tiempo para pedirles perdón, en fin. Por último quizás ante el conocimiento inminente de la muerte vendría la reconciliación con Dios, prepararnos para cruzar ese umbral, con la necesidad de nutrir el espíritu.
Sin embargo, de este ejercicio no quedan más que unas preguntas, ¿qué estamos haciendo con nuestra existencia? ¿Somos esclavos de nuestros actos? ¿Si nos sorprendiera la muerte podríamos sentir que en nuestras vidas hay algo que valga la pena? Esas preguntas para muchos pueden ser aterradoras y, sin embargo, debieran considerarse como indispensables.
La vida es un regalo maravilloso, pero, como las cosas más valiosas, es inmensamente frágil; se nos puede ir de las manos en un instante, sin darnos cuenta. Es más, lo único cierto que hay en la vida de los seres humanos es la seguridad de que la muerte habrá de llegarnos tarde o temprano. Reflexiono sobre esto porque aunque quisiera verlo como algo remoto, lejano o improbable, la verdad es que nunca se sabe cuándo dejaremos de existir. Puede ser por accidente, por descuido o simplemente porque ya nos tocaba. Pero como suele decirse, nadie sabe ni el día ni la hora, hoy estamos, y mañana no se sabe qué será de nosotros.
Pero creo que el prodigio de seguir viviendo no debería inclinarnos a ignorar la importancia de una vida en plenitud, el valor de expresar nuestros sentimientos, la relevancia de no ahorrarnos nunca una expresión de perdón o un sentimiento de gratitud, una visita a nuestros seres más amados, una conversación y un juego con un niño que nos pide tiempo; el saber escuchar con atención el sabio consejo de un anciano, el poder apreciar la belleza, el arte o simplemente el detener los relojes de nuestras agitadas vidas en cada beso, en cada sonrisa, en cada caricia para poder así decir que poco o mucho, que larga o corta, pero que hemos sabido vivir en plenitud las verdaderas riquezas que nos ofrece la vida.