Pude entrar en contacto con Dios. ¡Y no me cobró!
Ahora que estamos solos, tú y yo, en el espacio de estas líneas, permíteme una pequeña confidencia: he hablado con Dios. Sí, has leído bien: hablar. Conversar. Dialogar. Platicar. Charlar. Y súmale todos los sinónimos que quieras. Ha sido algo increíble, que te recomiendo con todo el corazón. Y ¿cómo lo he hecho? Muy fácil.
La semana pasada tuve oportunidad de acudir a unos ejercicios espirituales. Puede que al escuchar la palabra “ejercicios” te imagines a Dios haciendo abdominales o bicicleta. En realidad, la atención se centra en la parte más esencial del hombre, ésa que muchas veces no ejercitamos y que, por lo mismo, puede encontrarse medio fofa: el alma.
La modalidad fue, en sí, muy simple. Durante ocho días de silencio, un buen grupo de personas pudimos seguir las meditaciones que el predicador nos dirigía. No había grupos de discusión, ni mesas redondas: Dios y nosotros solos, para hablar de amigo a Amigo, sin ninguna otra preocupación que escuchar lo que Él nos iba diciendo al corazón a través de las meditaciones.
Créeme: esta experiencia es única, aunque pueda parecer de locos estar ocho días en silencio. Vale la pena poder escuchar en tu corazón, dentro de una visión de fe, claro, qué te va sugiriendo Dios, cómo se va revelándote.
Además, tampoco es que sea una heroicidad eso de estar en silencio ocho días. Un buen amigo mío acaba de estar en unos ejercicios, en los que, durante un mes entero -interrumpido sólo por unos días de paseo al final de cada semana- estuvo en silencio… bueno, no tanto callado, sino hablando con Dios en su interior. Al lado de esto, ocho días son una nimiedad.
Pero no te creas que esta vivencia es sólo para curas y monjas; todo lo contrario. San Ignacio de Loyola, que fue el que inventó esto de los ejercicios espirituales, lo recomendó a todo buen cristiano que desee ser un verdadero amigo de Jesucristo. Y vaya si tenía razón.
Te pongo un ejemplo. Nos escribió hace poco una lectora de España, Belén Torres, compartiéndonos la experiencia de unos ejercicios espirituales vividos recientemente. Nos decía que acudieron diversas personas, entre los que se veía a matrimonios, jóvenes y personas mayores. Todos habían salido con el corazón quemándosele. Incluso, nos decía, algunos ni siquiera tenían fe: «les veíamos con deseos de entrar en contacto con Dios», decía Belén.
Y sentenciaba con una de esas frases que merecen ser grabadas en bronce: «Esta experiencia de fe es lo que está necesitando nuestro mundo, cada persona: hemos comprobado que la misión nace de tratar y probar de cerca a nuestro Dios».
Así pues, querido lector, ésta es mi confidencia: pude entrar en contacto con Dios. ¡Y no me cobró! Te invito, de verdad, a hacer esta misma experiencia. Tal vez no puedas dedicarle ocho días enteros (aunque sí te lo recomiendo, cuando tengas la oportunidad), pero basta con dedicarle a Él un momento al día. Creo que así podremos seguir contando esas buenas noticias que pueblan el mundo, que sólo las construyen los que fortalecen los músculos del alma.