Estamos incompletos y nuestra plenitud solo se logra en la entrega y la puesta en común.
Nadie sirve pero todos somos imprescindibles.
Nadie basta por sí mismo, nadie “es” lo suficiente.
Estamos incompletos y nuestra plenitud solo se logra en la entrega y la puesta en común.
Capricho de Dios.
Cinco panes y dos pescados.
Yo pongo un pescado, cuando mucho, dos, nada más. Después viene el milagro.
Mi abuela, cuando era bien chico, sin darse cuenta me enseño algo de Dios. Cada vez que el cielo se ponía gris, ella se disponía a hacer panqueques; quizás esto pasaba muy de vez en cuando pero a mí me parecía siempre. Parada en la cocina al pié de la hornalla, comenzaba el rito de una masa suave que acariciaba con sus tenedores hasta dejar de seda. Luego, en la sartencita mínima iba volcando cantidades siempre justas y la fiesta empezaba. Yo, parado a su lado, simple observador, al deslizarse el primer panqueque en el plato, entraba en acción. Con la punta de los dedos tenía que ir tomando pizcas de azúcar y repartiéndolas prolijo en toda la superficie todos y cada uno de los panqueques. Al finalizar la tarea, ella con orgullo decía “hicimos”. Creo que nunca la escuché minimizar el trabajo con un “me ayudó”; hicimos, decía la abuela…y yo le creía.
Ahora que lo pienso, naturalmente que no necesitaba de mi ayuda, no.
Ella deseaba esa ayuda, porque la ayuda implicaba muchas más cosas que las pizcas de azúcar. Ayuda significaba encuentro, charla, dedicación, formación. La abuela no necesitaba que la ayude; deseaba que la ayude. La obra era luego entonces, compartida; no por necesidad, sí por decisión y deseo.
Me gusta imaginar a Dios como la abuela en una tarde de lluvia haciendo el reino. Mezclando la realidad con sus dos tenedores gastados y sus manitos huesudas, batiéndola hasta sacarle brillo; aprestando su sartén de hacer el mundo, y pidiéndonos ayuda. Invitándonos a ponerle una pizquita de azúcar que, casualmente, Él puso antes en nuestras manos, para que cada parte de la realidad del hombre sea perfecta. “Hicimos” dirá Él después. Hicimos. ¡Cuánta generosidad!. ¡Cuánto amor!.
No nos necesita Dios.
Eso es un gesto de amor impresionante para nosotros saber que no nos necesita. Saber que no nos necesita pero que somos imprescindibles.
Saber que nos ama tanto que posterga su verdadero plan para que nosotros podamos participar de Él. Que cambia el paso y nos espera. Algo así como que su plan, sin nosotros no se completa. ¿Necesarios? No. Pero en este capricho de amor, imprescindibles.
Habiendo podido crear un “solo” como lo hizo el primer día de la creación primera, con nosotros busca otra cosa. La sinfonía del Reino no se puede ejecutar sin las enésimas voces e instrumentos que Él mismo eligió. Cada una, cada uno, tiene un tiempo, un matiz, un sonido, un ritmo, un tono, un color, un timbre…cada uno, uno, único e irrepetible. Siempre, desde siempre, para siempre y hasta que sea unísono.
No es un Reino completo el que necesita de nosotros.
No es un Dios limitado el que espera la fuerza del hombre.
El Reino es compartido por decisión del Dios comunidad para que esa comunidad-puesta-en-común sea constituida, integrada, conformada y fundida en y con nosotros; por eso Jesús no aparece desde las nubes montado en un trueno sentenciando los planes de Dios. Jesús es y se comparte al límite de lo divisible. Se comparte Él mismo en también enésimas partes siempre divisibles y siempre enésimas hasta que el hombre logre hacer sonar la sinfonía de Dios.
Todos imprescindibles.
Quizás lograr expresar esto sea el secreto para cambiar el mundo y transformarlo en Reino.
Tal vez, y sólo tal vez, el Reino sea ese lugar en el que nadie sobre y todos se sepan y reconozcan necesarios, imprescindibles. El reino de la cocina de Dios en el que cada uno “hace” mientras lleva su pizca de azúcar.
Pequeño detalle.
Los abuelos vivían en la casa de adelante. La cocina de ella daba a un patio y mi casa, comenzaba en ese patio y terminaba en el fondo. Seguramente muchas veces me llamó mientras comenzaba los panqueques y yo no la escuché. Seguramente, alguna vez la escuchó mi hermano y habrá sido él quién puso el azúcar. También es innegable que deben haber sido más las veces que nadie la escuchó y, finalmente, hizo toda una receta sola. Intuyo que siempre llamó, porque era tanto lo que disfrutaba compartiéndolo que no la veo haciendo sus panqueques en silencio para que nadie participe.
Una pizca de azúcar me está pidiendo Dios hoy.
Una pizca sobre cada panqueque para que ninguno quede soso.
Hicimos, dirá después. Siempre dice “hicimos”; y yo, hoy, entre mis juegos, mis ruidos, mi música, mis planes, digo SI. Voy al pié. Voy a Tus pies. Vos me invitas y yo acepto el convite. ¿Qué si dejo cosas de lado? Claro que sí. Pero quiero estar allí. Quiero mirarte a los ojos para que Vos, sin decir palabra y con un pestañeo, me digas “ahora”, para que frunciendo levemente el seño, me digas “basta”, para que sonriendo con la mirada me digas “está bien”. Quiero mirarte desde abajo y verte allí arriba pero cerca. Quiero decir que sí, porque me enamora el salir de Tu cocina lleno de olor a promesa de manjar. Llevar ese aroma a Cielo impregnado en la ropa y en las manos para que al pasar, todos en casa digan…¡hicieron panqueques!…y ya con el perfume se les vaya haciendo agua a la boca.
Tengo poco, Jesús, para entregar y lo sabés. No quiero ni puedo engañarte. También sé que amás lo pequeño y tu milagro favorito es hacer crecer las cosas, multiplicarlas. Sumar, multiplicar son tus signos. También creaste el repartir y nosotros, malinterpretando tus planes, inventamos dividir y restar.
Ya me mostraste milagros. Ya me permitiste poner en juego lo poco para hacerlo mucho. Ya me regalaste el amor y pese a mi egoísmo se hizo matrimonio y después, pese a mis retaceos, hijos, y mis chicos, pese a mis miserias, grandes. Ya me voy dando cuenta de quién sos. Por eso no me quiero quedar con nada.
Ya no tengo más vergüenza.
Un pescado.
Una pizca de tu azúcar.
Mis manos.
Hoy siento que querés mis manos para después decir “hicimos”. Y no lo siento ni por santo ni por místico. También vos, me lo enseñaste en el grito, el ruego, la alegría y la sonrisa de los otros. Me lo enseñaste cuando toqué sin querer y te sintieron a vos; cuando acaricié por descuido y se sintieron acariciados por vos. Cuando dije y resulto ser que dijiste, cuando conté, y resulto ser que contaste. Cuando escuché y escuchaste, cuando finalmente amé poquito y fuiste vos quién llenó el corazón.
Tengo una linda visión, Señor, de cómo actuas.
Una dulce intuición de cual es el modo en que hacés las cosas; por eso digo sí y quiero poder gritar el SI.
Conozco mi límite, querido Jesús, por eso te entrego ni nada, mi tope. Te ofrezco el “hasta donde llegue” para que lo lleves hasta dónde quieras. Tengo fe en vos. Creo en vos. Creo en Tu milagro.
Ofrezco poco, Señor, ofrezco lo que me atrevo a ofrecer. Recién dije un pescado, ahora digo, dos manos; podría decir mi voz; si fuera valiente, diría mi vida. Tengo tanta fe, Señor, que se que dos manos son inútiles para el mundo, pero para vos, son necesarias. Vos me lo hiciste creer. Vos me dijiste “denles ustedes de comer”.
Podría dejarme vencer por la desesperanza, pero no. Te vi; te vi muchas veces. Te veo muchas veces hacer el milagro y sé de lo que sos capaz. Por eso las quiero entregar y verte otra vez y mil veces más hacer de las tuyas.
A la abuela, le tiraba del delantal cuando hacía los panqueques. Ella sabía que un tironcito significaba “ya está” y que dos, en una de esas eran la señal para robarme alguno… Así me acerco a vos, Jesús, entre medio de la gente y los embrollos de la vida para tirarte del delantal, del manto, como la hemorroisa, con menos fe que ella, pero con mucha fe. Un tironcito nomás para avisarte que aquí estoy. Te muestro las manos (vos conocés mi corazón). Son estas dos nomás, Jesús. Éstas que sabés duras pero también tiernas, que has visto pecar pero también mimar. Éstas que hacen lo que no desean y desean hacer lo que no hacen. Éstas que no quieren hacer nunca más el mal. Éstas son las dos manos que te voy a entregar para que con ellas hagas… lo que gustes mandar.
Tengo la fe suficiente como para saber que después, el mundo no será igual. Que algo, en algún corazón, en alguna casa, alguna vida va a cambiar.
Tengo la certeza del milagro prometido y hago trampa, porque sé que el milagro se realiza. No quiero nunca más decir que no. Quiero decir siempre que sí.
Seguramente me llamaste muchas veces, Jesús, para que te ayude. Pero hoy te escuché. Quiero quedarme al lado tuyo para construir el Reino. Hoy sí, Jesús. Hoy me quiero quedar al lado tuyo.
Gracias por invitar.
Gracias por llamar.
Gracias, Padre bueno, por compartir.
Que se haga el milagro.
Amén.