No confundamos nuestro cristianismo como si fuera una religión del dolor, cuando en realidad, es la religión del amor.
Seamos francos, en el ambiente cristiano en el que vivimos, nuestra conciencia está entumecida, manipulados por la sociedad. Por un lado durante el período cuaresmal somos invadidos a través de los medios de comunicación a vivir felizmente la Semana Santa. Se nos ofrece un sinnúmero de lugares donde se puede uno divertir. Es una tragedia de comunicación, pues inventan algo de lo que no se cree. Por otro lado, se piensa que Cuaresma es un período de aburrimiento, se nos "inventan" ideas de ayunos o promesas de abstinencias sin saber por qué o para qué. Hay un enajenamiento, un estar fuera de sí, que se piensa que si se mortifica se agrada a Dios (por supuesto en ese período), pues equivaldría acompañar a Jesucristo en su dolor y que por eso serán bendecidos. Como si el dolor fuese la clave del cristianismo, sin pensar que es el seguimiento amoroso de una Persona. No es mortificándonos como agradamos a Dios, sino que realmente es "no mortificándolo a Él".
Se nos olvida que Cristo vino a salvarnos, a librarnos de todo lo que nos pueda conducir al dolor. Vino a enseñarnos la felicidad, no a fomentar el dolor, ni a bendecidlo, ni a santificarlo. Vino a enseñarnos cómo se debe amar. Por eso, no confundamos nuestro cristianismo como si fuera una religión del dolor, cuando en realidad, es la religión del amor. Amor que no exalta el dolor sino que lo transforma, dándole un sentido trascendental como lo hizo el Crucificado. Pero tengamos en cuenta que el dolor nos abre los ojos ante lo absurdo de nuestra vida cuando la vivimos sin la amistad con Dios, y el dolor se transforma en amor cuando se vive para los demás.
Motivo por el cual conviene meditar sobre el dolor del Crucificado, recordando que hace casi dos mil años estaba en la cruz, acompañado de dos vidas inútiles, dos delincuentes que maldecían y blasfemaban. Era en ese momento una conjunción de sufrimientos que se sucedía en el Gólgota. El de los dos ladrones que habían denigrado al hombre, y desesperadamente rechazaban su cruz con un aferramiento a la vida, hasta el atrevimiento de pedirle a Jesús que los librara del dolor y de la muerte. El otro, el de Jesús, un dolor humano con un valor infinito por su naturaleza divina, quien no únicamente aceptaba el sufrimiento, sino que voluntariamente, por amor, lo ofrecía al Padre pera el perdón de nuestros pecados.
Alzado en la cruz, sucio, desnudo, flagelado, agotado, sin haber concluido su calvario, recibió el primer fruto de su sacrificio amoroso, pues no terminaban de retumbar en sus oídos, como ecos interminables, el golpeteo del martillo, cuando de uno de los ladrones escuchó la súplica: "Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino".
Cuán mitigante ante su dolor debió haber sido para Jesús escuchar esa súplica que justificaba la razón de su venida, la de salvar al hombre. Un ladrón que por el sacrificio de Jesús, recibió la fe que lo llevó a darse cuenta de quién era el que moría por él. Una fe que provocó lo insólito: un moribundo pidiendo vida eterna a otro moribundo. El ladrón reconoce a Jesús como su Salvador, y ante esa petición, Jesús respondió de inmediato: "En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso".
Recordemos a Lope de Vega que nos dice:
"Oye, Pastor, que por amores mueres
no te espante el rigor de mis pecados
pues tan amigo de rendidos eres.
Espera, pues, y escucha mis cuidados.
pero ¿cómo te digo que me esperes
si estás para esperar los pies clavados?"
Despertemos nuestra conciencia, tengamos la fe del ladrón que a punto de morir le pide al que está en un trance de extinción lo salve.