En un merecido día en que se celebramos a la mujer, no está por demás recordar que ella tiene el derecho, por las vías naturales, a no ser influenciada por quienes hacen ver el tesoro de la maternidad como una carga, una condena, una actitud poco moderna.
Qué duda cabe. Aquel glorioso día de 1948 dejó impreso su sello en la historia de la humanidad. Con la firma de la Declaración universal de los derechos humanos, en san Francisco, California, se reconocían los derechos de la mujer.
No se le hacia una concesión dadivosa, no se le regalaba un gesto de benevolencia, no era un mero abrírsele la puerta a lo hasta entonces inaccesible; no, era más, mucho más. Se hacia justicia, se recordaba su insustituible papel en la historia, el protagonismo de aquella que era sujeto de los mismos derechos y deberes que el hombre, su dignidad y su vocación se revaloraban. No es que antes nadie haya tenido presente lo reconocido ni que a partir de este momento, así, de la nada, se iniciara el festejo. Años de búsquedas, de levantar la voz, de pedir; años de silencio, de testimonio, de entrega continua, habían precedido al hecho.
Han pasado seis décadas desde entonces y, como suele suceder a todo lo revestido por el hálito de lo novedoso, a lo que se toma en su accidentalidad y no en su esencia y sentido trascendente, se empieza a perder el sentido último de aquel acto de justicia. En un primer momento los grupos radicales feministas empezaron a hablar de igualdad para con el hombre. Nada menos cierto. El hombre y la mujer no eran, no son, ni serán iguales jamás (que no significa que no tengan igualdad de derechos y responsabilidades). La impronta física del nacimiento, reflejo externo de lo más hondo que existe en cada hombre y mujer (su alma), nos lo hace evidente; el ser humano es un ser sexuado sólo en dos modos posibles, hombre o mujer.
Pero aquella confusión primera (o quizá interpretación provocada) fue un empezar que ha desembocado, junto a otros males propios de nuestros días, en una negación del primer valor, del más excelso don de la feminidad, del ser mujer: la maternidad.
Hoy en día las políticas familiares de muchos países la han desprotegido; buena parte de la opinión pública joven femenina la ha venido minusvalorando y tomando como muro de contención que imposibilita el ulterior desarrollo profesional. No se promueve en foros mundiales, vende poco en televisión, el cine la ha olvidado como argumento central, no se anuncia en centros comerciales ni es portada de diarios y revistas… Se ha tomado como un anti-valor, como una decisión poco moderna, como una condena.
Y sin embargo, poco a poco, parece encenderse otra vez la luz de la esperanza que no hace sino recordar que la mujer también tiene el derecho, el más noble, a que no se desvirtúe ni se ideologize la maternidad. Son pequeñas sacudidas “sísmicas” de voces femeninas con resonancia pública que quieren reivindicar el orgullo de serlo.
Ahí está la octogenaria Ivonne Knibiehler, historiadora francesa y conocida figura del feminismo, quien en entrevista al diario Le Monde declaraba que “La maternidad seguirá siendo una cuestión capital de la identidad femenina”. “El feminismo debe en primer lugar repensar la maternidad; todo lo demás será por añadidura”, ha precisado.
O ahí está también la ex periodista premio Pulitzer y ahora escritora asistente para la universidad de Stanford, Catherine Ellison, quien aventurada en la barca de la maternidad ha escrito “La inteligencia maternal”, un libro donde asegura que la maternidad hace a la mujer más capaz.
Otra mujer, Elise Claeson, periodista sueca de unos de los principales periódicos nórdicos, el Svenska Dagbladet, ha alzado la voz en una de sus columnas al escribir: “Oídnos, queremos ser madres”. Eva Herman, durante 18 años reconocida presentadora del informativo más visto en la televisión alemana, ha salido de lo políticamente correcto al escribir para la revista Cicero que abandonar el hogar no es un imperativo categórico. A la par que en Alemania salía su libro “El principio de Eva”, en Suiza aparecía “Ama de casa, el mejor trabajo del mundo”, de Marianne Siegenthaler, con buena acogida por parte de las “managers domésticas”.
Perspectivas de mujeres como las mencionadas reivindican el papel de la maternidad en la sociedad; hacen recordar que el verdadero feminismo aboga por una revalorización de la dignidad, del papel y de la vocación de la mujer. Es cierto que la maternidad es también una vocación que implica deberes, pero son esos deberes precisamente los que la hacen más noble, más loable, más ella. Y es que sólo una mujer puede ser madre. Sólo ella es capaz de dar lo que dan las “mamás”. Con una finura hecha alabanza reconoce esto Tagore: “Te alabo, mujer, porque con una mirada puedes robar al arpa toda su riqueza melodiosa, y ni siquiera escuchas sus canciones”.
Quienes más, quienes menos, todos hemos tenido la experiencia del amor delicado de una madre. Amor hecho verso de color local que Gabriel y Galán reúne en una quintilla poética:
¡Qué dulzura tan ardiente
me daba su labio amante
cuando besaba mi frente
con ese amor delirante
que sólo una madre siente!
En un merecido día en que se celebramos a la mujer, no está por demás recordar que ella tiene el derecho, por las vías naturales, a no ser influenciada por quienes hacen ver el tesoro de la maternidad como una carga, una condena, una actitud poco moderna. Tal vez aquellos que así piensan o que a esto encaminan, jamás han sentido el beso único y maravilloso de un hijo que es capaz de pronunciar por vez primera y con la ternura propia de los niños, la palabra “mamá”.