Una de las características de Dios es la belleza, la belleza infinita que no cabe dentro de nuestro corazón pero que nos invita a gozarla. Por eso la ha derrochado también por la tierra.
Por un camino estrecho que va entre chacras hacia la altura, me encontré con una pareja de esposos. Él iba por un lado del camino y ella por el otro, cargando a su espalda un bebito chaposito y gordinflón. Los tres iban en silencio. Se tambaleaban y a veces se acercaban tanto que yo pensaba para mis adentros: “¡ya! ¡Ya se van a golpear cabeza con cabeza…!; ¡pero no!”. Habían bebido una buena dosis de cañazo, sin duda. La señal era la botella de cola ya vieja, con el famoso líquido transparente que el hombre llevaba en la mano.
Me dio pena. De esta pobre gente se habla mucho pero se le ayuda muy poco. No creo que el pecado esté en ellos sino en la hipocresía de una sociedad que habla mucho y hace poco por los abandonados. Pero hoy no me refiero a esa borrachera. El borracho, con perdón, era yo.
Sí. Me levanté a las 5:30 am. Me dije: hoy tengo que ver el sol desde que la aurora comienza a parirlo. ¡Y lo logré!
El cielo oscuro. La luna, de cara pálida y redonda, recogía su manto de estrellas y se ocultaba en un horizonte como si el sol pretendiera verla, enamorado de su palidez. Por el horizonte opuesto iba creciendo la luz.
Los pajaritos comenzaron sus trinos alborotadores y el agua, que sin duda cantó toda la noche, se hacía nueva en mis oídos, cantando entre las piedra de una acequia. El verde, que parecía todo oscuro e idéntico, comenzó a presentar los más variados tonos.
Cómo me impresiona el color verde con tanta diversidad, para reposo de los ojos cansados. El cielo de nubes oscuras se ha ido llenando de retazos blancos hasta que el sol comenzó a dorarlos. Y salió un sol majestuoso de oro que saludaba a todos deseándoles un día de luz y calor.
No me extraña que los incas lo escogieran por su dios, más aún, cuando al mediodía el sol se hace fuerte, implacable y señor. Y al atardecer… ¡es para perder el habla!
Como un rey poderoso se viste de un rojo púrpura único y parece que uniforma a sus vasallos en orden de batalla, todos rojos, en distintas tonalidades de arreboles.
La sierra del Perú me encanta. Siempre ha sido mi pasión. No te extrañará ahora, amigo lector, el título de mi artículo.
¡Sí! Una de las características de Dios es la belleza, la belleza infinita que no cabe dentro de nuestro corazón pero que nos invita a gozarla. Por eso la ha derrochado también por la tierra, como diría san Juan de la Cruz: “Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura”.
Es evidente que una de las formas que la criatura tiene para llegar a su Creador es precisamente la belleza, la luz, la armonía…
El mismo Jesús “por quien todo fue hecho y sin el que no se hizo nada” dijo de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”, es decir el sol.
En estos momentos estoy en Huanta, predicando un retiro a los sacerdotes. Ha llovido estos días y esa lluvia, serena y fina que todo lo fecunda, ha embellecido el paisaje hasta el punto de parecer que la belleza duele en el alma por estas alturas.
Debe ser la nostalgia de ese Dios que nos hizo para Él y por eso nada nos llena, pero todo nos grita aquella frase que cantaba el P. Alejandro: “No soy yo lo que tú buscas, hay Alguien detrás de mí”.