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Conociendo la Iglesia

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Dios sabe de qué estamos hechos. Por eso  ha dejado  tesoros inmensos a nuestro alcance, en su Iglesia, la que Él fundó, la católica. Yo he dejado de buscar, porque encontré en ella todas mis respuestas.

 

Dios sabe de qué estamos hechos. Por eso  ha dejado  tesoros inmensos a nuestro alcance, en su Iglesia, la que Él fundó, la católica. Yo he dejado de buscar, porque encontré en ella todas mis respuestas.

Vayamos juntos (tú y yo) a una capilla. Vamos a detenernos en la puerta.  Parece una simple construcción, pero recuerda: hay cosas que no puedes ver. La fe. La esperanza.  El amor fraternal. La búsqueda de la paz. La verdad. El encuentro. La amistad. La solidaridad. La gracia santificante.

Dicen algunos santos que si pudiésemos abrir los ojos del alma, veríamos miles de ángeles, cada cual más glorioso que el otro, adorando día y noche a Jesús Sacramentado, depositado en los Sagrarios del mundo entero. Nosotros lo dejamos solo. Ellos no.

Al pertenecer a la Iglesia de Jesús, entras a formar parte de su cuerpo místico. Por lo tanto las gracias que se guardan como un tesoro están a tu disposición cada vez que las necesites en tu camino de la vida.  Dios te ha facilitado el camino al Paraíso.

Tal vez, al estar cerca de Jesús, podamos valorar un poco más nuestra fe, tal vez podamos conocerla, amarla más. Así podrás declarar con gozo, frente a todos, con naturalidad, como aquél santo varón: “Mi nombre es Cristiano, mi apellido, Católico”.

¿Qué ves desde la puerta de la capilla?  Un altar frente a ti. A los costados un confesionario. Bancas para los fieles. Unos abanicos.  Una señora que arregla las flores. El sacerdote ha salido y se para frente al altar. ¿Es este tu tesoro?, me dirás.  Amigo, mira nuevamente y te diré lo que yo veo y reconozco:

El sacerdote está celebrando el santo sacrificio de la misa.  Dicen que una sola misa vivida con fervor nos daría tantas gracias que con ellas podríamos ser santos.  Es la oración perfecta, la que más agrada a Dios. 

Cuando eleva la Hostia consagrada, sé que en sus manos tiene a Jesús. No dejo de mirarlo con amor, y le pido su amor infinito. Sientes y sabes verdaderamente, que él está presente.

Veo también el confesionario, donde tantas almas salen libres de culpas y pecados por la absolución del buen sacerdote que los escucha y los absuelve, no en su nombre sino en el nombre de Jesús, al que ellos representan y sirven.

Desde el Sagrario, Jesús nos mira compasivo y nos sonríe bondadoso, como un hermano, como un amigo entrañable y bueno. Sabe que no hay motivos para temer. Si las almas le conocieran, no dudarían en abandonarse  a su  Misericordia. Correrían a buscar al  Padre sabiéndose ciudadanos del cielo, hijos de un Rey.