Esa sed de justicia del Crucificado, solo puede saciarse si todos obramos con justicia, no tratándose de justicia solo en el sentido de cumplimiento de la ley, sino de una conversión a Cristo por la fe, por la gracia y por la misericordia de Dios.
La sed demuestra la existencia del agua; la sed de Dios demuestra también que Él existe. (Víctor Frankl) En el huerto de Getsemaní Jesús sudó, sudó sangre. Por su rostro corrió sangre al ser coronado con espinas, al ser abofeteado. Sudó y sangró al ser azotado, al caminar cargando el madero rumbo al Gólgota. Y al ser clavado en la cruz, donde sufriendo terribles dolores en su cabeza por la corona de espinas, en su espalda por las llagas de los azotes, en sus brazos y en sus pies por estar en tensión por los clavos, Jesús exclamó: tengo sed. Era lógico, estaba agotado, deshidratado. El que había convertido el agua en vino y que había dicho "el que beba el agua que yo le daré, jamás volverá a tener sed", tenía sed.
Independientemente de que su organismo le exigiera agua para beber, para saciar su sed, Él expresó esa necesidad para dar cumplimiento a las profecías. Al decir tengo sed, le fue ofrecida una bebida barata, pero no era eso lo que quería, pues la sed que tenía era sed de justicia, del acto que pone al hombre en correcta relación con Dios.
Como Él quiere justicia para todos, Él la cumplió y la exigió. Exige que lo sigamos ahí en la cruz, porque, "la cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre…un toque de amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento hasta el final, del programa mesiánico, que Cristo formuló una vez en la sinagoga de Nazaret…" (Juan Pablo II, DM n.8).
Esa sed de justicia del Crucificado, solo puede saciarse si todos obramos con justicia, no tratándose de justicia solo en el sentido de cumplimiento de la ley, sino de una conversión a Cristo por la fe, por la gracia y por la misericordia de Dios.
Todo se ha cumplido
Ese grito ya no era de dolor, sino un grito de manifestación de que libremente entregaba el Crucificado su vida al Padre. Muere proclamando que está consumada la obra que ha venido a realizar, por lo tanto, muere afirmando que Él da su vida por el amor infinito que nos tiene el Padre, y que ahí, en la cruz, nos revela ese amor. Una vez muerto Jesús, un soldado lo traspasó con su lanza, brotando de su costado sangre y agua. Esa sangre es la donación que Jesús nos hace ahí en la cruz, que por amor a todos los hombres se entrega y que es el principio de unión permanente entre Jesús y el que cree en Él, amor que continúa llevándose a cabo en el sacramento de la Eucaristía, fuente de vida eterna. El agua que le brota del costado es el agua prometida a la samaritana, es el símbolo del Espíritu.
Todo se ha cumplido, no habrá otro salvador, no habrá otro camino de salvación, no hay ni habrá otro nombre bajo el cielo por el cual los hombres pudieran salvarse, por eso, como dijo Juan Pablo II: "Todo hombre que busque la salvación, no solo el cristiano, debe detenerse ante la cruz de Cristo…" y "la cruz permanecerá mientras el mundo gire".
Reflexionemos sobre todo lo anterior y hagamos un análisis de nuestra vida, no tratando de ver morbosamente lo malo que hemos sido, sino aceptándonos como somos, pero al mismo tiempo dándonos cuenta de lo importante que somos para Dios, que nos quiere hasta el grado de que su Hijo muriera por nosotros y que solo quiere un "sí" de nuestra parte a la voz de sígueme de Jesús.
Del costado de Jesús
agua con sangre brotó;
el agua lavó el pecado,
la sangre nos redimió.