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Educación integral: camino hacia la perfección

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¿Cuántas veces se intenta conocer en profundidad al educando? Tal vez se está enseñando lo correcto, pero de la manera incorrecta.

 

Preguntaba Chesterton: “¿Qué hace falta
para enseñar matemáticas a Pedrito?”.
Alguien le respondió: “Conocer de matemáticas”.
“No,” replicaba Chesterton, “conocer a Pedrito”.

Cuando se trata de formar o educar a una persona, especialmente a los niños, se puede invertir horas y horas de tiempo para aprender acerca del tema que se intenta transmitir. Por ejemplo, los maestros en su caso, dedican gran parte de su esfuerzo para elaborar los materiales de apoyo y exámenes.

¿Pero cuántas veces se intenta conocer en profundidad al educando? Tal vez se está enseñando lo correcto, pero de la manera incorrecta.

“Conócete a ti mismo”, aconsejaba Sócrates a sus discípulos. De aquí puede partir una reflexión respecto a la educación. Así pues, para fundamentar suficientemente la educación, hace falta no sólo ir definiendo cada vez mejor sus contenidos y objetivos, sino también ir descubriendo a quien va dirigida.

¿QUÉ ES EDUCAR?

Para definir la educación sirven, al menos en un primer momento, las etimologías.

E-ducere viene de hacer salir, dar a luz aquello que el hombre puede llegar a ser.

Desde el punto de vista del ser, el hombre no cambia; pero desde obrar, se encuentra en perfeccionamiento, en camino hacia lo que puede llegar a ser.

La educación podría definirse, entonces, como el desarrollo de todo lo que el hombre es, llevándolo a su máxima perfección posible.

Esa definición implica dos nociones que se encuentran íntimamente relacionadas. En primer lugar, la educación intenta desarrollar las capacidades que cada persona posee por naturaleza. De algún modo busca que salgan, que actúen las potencias que están latentes en el educando.

Pero esa actuación de las potencias humanas escondidas o “dormidas”, no se libera de repente de un día para otro, sino que se orienta hacia un objetivo, hacia una meta. Aquí entra la segunda noción, aquella de la meta o el ideal hacia el que la educación –como perfeccionamiento- tiende.

FORMACIÓN DE ‘TODA’ LA PERSONA.

Para empezar hay que decir que una educación que realmente se precie de tal, debe buscar el desarrollo de toda la persona, no de una de sus facetas solamente.

Por lo tanto, no se debe reducir la educación a elementos parciales del hombre. Al renunciar consciente o inconscientemente a la educación, se reemplaza por una simple instrucción, que apunta sólo a una de las facultades del hombre -que es su inteligencia-, y deja fuera a todas las demás.

Pero tampoco puede quedarse la educación en el sólo desenvolvimiento de la voluntad.

Hoy en día se dan posturas totalmente contrarias a cualquier cosa que huela a disciplina o formación de hábitos buenos.

Y finalmente –sin ser menos importante-, cabe atender a la postura que reduce el campo educativo al de la afectividad, por la cual importaría sobre todo centrarse en la clarificación de valores, en los sentimientos, en la parte emocional de la inteligencia, para educar.

Esto no quiere decir que la educación del cuerpo, de la inteligencia, voluntad o afectividad, sea innecesaria o “incorrecta”. Lo que se propone en cambio, es que una verdadera educación, en la cual el sujeto es el hombre, para estar completa debe todas sus dimensiones.

A esto se llamaría formación integral: al exitoso desarrollo de una persona en sus dimensiones material (corporal y afectiva) e inmaterial (intelectual y volitiva).

TÚ ERES TU MEJOR MAESTRO.

La educación comprende el desarrollo físico (nutrición, salud, etc.), el afectivo (sentimientos, emociones, estados de ánimo), el intelectivo (la instrucción sobre los diversos campos del conocimiento y la búsqueda de la verdad) y el volitivo (la formación del carácter, compuesto de hábitos operativos buenos, disposiciones y actitudes).

Sin embargo, la educación concebida como formación integral debe considerar no sólo que se abarquen todas las facetas del hombre, sino también que se lleve a cabo de manera armoniosa. Y la armonía deriva del orden que se les de a las facultades según la jerarquía que sugiere la naturaleza misma del hombre: en primer lugar lo inmaterial y en segundo lo material.

Pero es el mismo hombre quien, mediante elecciones de su libertad en el tiempo y en el espacio, va labrando su propia formación, “sacando” de su interior aquello que puede desarrollarse, actualizando las potencias latentes en su naturaleza material-inmaterial.

Va, en otras palabras, labrándose, formándose, esculpiendo en sí mismo la imagen que es él. No sólo va formándose en su intelecto, sino también en su carácter, su afectividad y su corporalidad.

Por ello, el oficio del educador no puede llamarse simplemente “trabajo” en el sentido de un empleo más, sino que se trata de una vocación y una misión, y exige un cúmulo de energías, tiempo y recursos mucho mayor.

Todo efecto se asemeja a su causa. El hombre formado, educado, sólo puede provenir de su propio trabajo y de una causa ejemplar proporcionada.

En otras palabras, el maestro debe ser no sólo un buen punto de referencia en el conocimiento de cierta disciplina, no sólo un buen instructor, sino un modelo para el alumno, no sólo como estudioso sino como ser humano.