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Sobre «Dios es amor» de Benedicto XVI

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Examina el Papa que entre el amor y lo divino existe una relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana.

Podemos plantearnos las siguientes preguntas :

¿ Quién es Dios ?, ¿ quién es el hombre ?, ¿ cuál es su camino ?.

Estas preguntas, esta sed de saber del hombre, el único que puede plantearse la pregunta sobre sí, sobre el origen, sobre Dios, han sido respondidas en las Sagradas Escrituras.

El que todo lo sabe –sólo Dios- inspiró al evangelista Juan las siguientes palabras:

“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.” (1Jn.4,16)

Juan se ha abierto a la recepción de la verdad y habla con toda certeza.

“ Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, de donde, de la experiencia del amor divino el escritor sagrado deriva la creencia en el Sumo Bien, Sumo Don de la divinidad. Es a partir de la experiencia de Dios de donde se desprende la creencia –en Él-.

También lo expresa de la siguiente manera:

“ Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna”. Al creer en el amor de Dios no sólo nuestra vida adquiere todo su sentido y significado sino que tendremos… vida eterna.

¿Puede aspirar a algo más un ser humano que a la vida por toda la eternidad ?

Benedicto XVI nos explica cómo el israelita creyente y con él todos los creyentes rezamos cada día con las palabras que compendian el núcleo de nuestra existencia:

“Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.” (Dt. 6,4-5)

Con lo que tenemos la importante revelación de la existencia de un solo Dios al que podemos amar, al que hay que amar.

“Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10) ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro”.

De esta manera, el cristianismo no es una religión, una manera de ver el mundo o una filosofía que se base en unos preceptos dados a priori, a manera de ideas, ideales o de un deber ser a seguir y realizar por la humana condición sino, por el contrario, es una religión, una filosofía y una teología que tiene al amor, a Dios como fundamento -grund- digo, de su creencia y de su consiguiente pensamiento o doctrina.

El cristianismo -que tiene al amor como fundamento y como precepto primero- ha dado sin embargo un giro del eros al ágape.

El concepto griego del eros consistió a grandes rasgos en un arrebato, una “locura divina” que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y en este quedar estremecido por la potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. Por lo que Virgilio llegará a afirmar “ el amor todo lo vence, rindámonos también nosotros al amor”, lo que equivale a aquella fuerza divina amorfa e ilimitada

– el concepto de Dionisos que tanto resaltó Nietzsche – que ensalza la vida, el instinto y las pasiones.

No obstante, en el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución “sagrada” que se daba en muchos templos. El eros se celebraba como una fuerza divina, como comunión con la divinidad.

“A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza”.

“Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser”.

Examina el Papa que entre el amor y lo divino existe una relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto,- o la pasión-* hace falta una purificación y maduración que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza”.

Si el eros nos lleva a lo infinito, a lo divino, sin embargo, lejos de cauterizarlo o “envenenarlo” el cristianismo, lo que hace es elevarlo, dignificarlo, consagrarlo. Por ejemplo, en el matrimonio, convierte o trueca el eros profano en eros sagrado como lo mostró el gran estudioso del Amor en Occidente, Dennis de Rougemont en “ Amour et Occident”.Va de lo insignificante, trivial y pasajero a lo Santo, Sacro, sagrado y divino.

Ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor –el eros- puede madurar hasta su verdadera grandeza.

Ante las criticas al cristianismo de haber sido adversario de la corporeidad, el Papa dice que el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta algo engañoso por cuanto el eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía.

Lo cual lo podemos constatar en el hecho de ser la mujer-cuerpo desechable por los maridos consumistas de “mercancías” nuevas, o de ser intercambiables por otras mercancías, o de “entregarse” al otro no por amor verdadero sino por intereses materiales. Ciertamente existe en la liberación sexual moderna una degradación de la vida moral, y una perdida del ennoblecimiento de los afectos, perdida del respeto y compromiso con el otro como ser humano con dignidad por el hecho de ser criaturas de Dios o hijos de Dios.

El machismo es una expresión de esta falta de reconocimiento a la dignidad de la persona humana femenina que sólo se usa o se “respeta” en tanto espejo del valor del hombre, pero no por el propio valor de la mujer, por sí misma.

Esta mercantilización o fetichismo del cuerpo también convierte al hombre en instrumento de placer, pero de placer egoísta o bien en instrumento de reproducción no respetado o valorado, es decir amado en y por sí mismo.

El Papa dialoga con el vitalismo moderno argumentando que este no es el gran “sí” del hombre a su cuerpo como proclamó con tanto entusiasmo Nietzsche, sino que de este modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador, por lo demás, el que no aprecia como un ámbito de libertad sino como algo que quiere convertir en inocuo y agradable, -es decir, desvalorizado, neutral, en el fondo sin trascendencia o significado profundo más allá del placer que produce o de la procreación o “producción” en sentido figurado, que proporciona-.*

De este modo nos encontramos con una degradación del cuerpo humano que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra vida o de nuestra existencia, no es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico, físico o concreto.

Esta aparente exaltación del cuerpo puede llegar a convertirse en odio a la sexualidad, o bien en el reduccionismo de la unidad humana al cuerpo.

Por el contrario, la fe cristiana ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza. El eros quiere remontarnos en éxtasis hacia lo divino y llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación.

* El paréntesis es de la autora.

María del Pilar Gómez (México)