La Plaza de San Pedro presenciará la proeza. Son muchos los casos de martirio ya reconocidos por la Iglesia para el periodo de los años treinta del pasado siglo. Con estos nuevos beatos se acercan ya a los mil. Y es previsible que se continúe proponiendo otros muchos casos, tal vez, decena de miles.
Carlos Padilla / GAMA
La Plaza de San Pedro en el Vaticano, presenciará la proeza. Son muchos los casos de martirio ya reconocidos por la Iglesia para el periodo de los años treinta del pasado siglo. Con estos nuevos beatos se acercan ya a los mil (exactamente, 977, entre los cuales, 11 son santos). De unos dos mil están ya en marcha los procesos. Y es previsible que se continúe proponiendo otros muchos casos hasta acercarse, tal vez, a la decena de miles.
Y sin embargo el número aun suena frío, despersonalizado, genérico. Hay que meterse en la piel de un mártir para entender, y apenas de lejos, la heroicidad de este tipo de hombres sostenidos descaradamente por el brazo de Dios.
Basta reanimar una de las imágenes… Es una noche apretada en neblina, huele a pólvora, se escuchan pasos y tumultos en todas direcciones. Vienen por ti. La fuerza flaquea, la tensión se te ha acumulado, las noticias que escuchas no son del todo halagüeñas. Vienen por ti, por vosotros.
Llegó el tiempo de defender tu familia religiosa, tu patria, tu fe. Has escuchado muchas veces la predicación sobre el martirio. La corona, el cetro, el gran honor; así le han llamado como cubriendo de gloria ese acto. ¡Qué fortuna estar en la piel de un mártir! os dijo una vez el predicador. Ahora esa es tu piel y eres tú el mártir. Vienen por ti.
El dedo divino al elegirte y bañarte con la fe no te incrustó un ADN especial, ni una voluntad más valerosa. A decir verdad te asusta bastante tu propia debilidad. Te conoces bien, en el momento decisivo te podrías echar atrás, voltear la espalda, y traicionarte a ti mismo. Al fin y al cabo sólo eres un hombre.
“Tu debilidad es mi fuerza”. “Tu Gracia, Señor, me basta”… Esa convicción te consuela y te llena, sí, de valor, pero sobre todo de amor. Y en los próximos minutos necesitarás grandes dosis de él. Estarás entre la bayoneta y la eternidad, la sangre o la humillante huída, el Credo o la blasfemia, el muro o la vergüenza, el Evangelio o la apostasía.
Tendrás que mirar como nunca el cielo y engancharte a él. La tierra te ensucia las manos y atrae la añoranza de “quedarte”, y preferir el mundo en vez del paraíso, la materia por encima del espíritu, la sumisión a cambio de la salvación. Estás pisando la tierra y casi arañas el cielo. Ves a los que se dicen “príncipes de este mundo” y al mismo tiempo tu alma ya contempla al rey eterno. Te eludes entre la vida y la muerte o entre la vida y… LA VIDA. Sólo necesitas amar. Amar con pasión, con virilidad, con personalidad y altura.
La cristiandad entera ha vivido ya tu historia. Te alientan los primerizos caídos de Jerusalén, los primeros mártires del imperio, los gladiadores de Roma que vienen a envalentonarte en este tu coliseo. Ellos han sido tragados por fieras, tú por tus compatriotas.
Solamente el amor te dará fuerza para resistir, para testimoniar y sobre todo para perdonar. He ahí el gran misterio cristiano. Morir perdonando al propio verdugo. “Señor perdónales porque no saben lo que hacen”
Aquí están. Ya llegaron. Les anuncia el fango en sus botas. Se escuchan las blasfemias, las burlas, los insultos. “Si al Maestro le persiguieron también a vosotros os perseguirán”. La frase te silba en la mente sin siquiera haberla pensado. Poco a poco vas sintiendo una fuerza superior a ti, una gracia fortificante. Eres sólo un hombre pero estás hecho un gigante en la esfera del espíritu.
Primera amenaza: la fe o la vida. Tú respondes: “Las dos”.
Amenazas, burlas, torturas. Después mentiras y ofrecimientos son barajados como inútiles intentos. A Dios no se le compra, la fe no se vende.
Queda poco tiempo, Sientes la compañía, ahora más estrecha, de los mártires precedentes. Santo Tomás Moro, santa María Goretti, defensora de la castidad. San Carlos Lwanga, san Juan Fisher, san Isaac Jogues, misioneros que derramaron la sangre por Cristo. San Cipriano, san Lorenzo, san Justino, san Policarpo, san Ignacio de Antioquia, san Esteban y… sólo queda otro más. El siervo de Yahvé. El motivo y motor de todos los mártires. El Cordero cuya sangre da valor al resto de la sangre. El primer mártir de la historia, el sacrificado por antonomasia, la cruz, el costado, los clavos, la lanza, las espinas que dan sentido y esperanza al sufrimiento. El Dios, el hombre, el mártir, el Cristo. Jesucristo.
En un instante has volado al cielo. Helo ahí, todo ha valido la pena. Es Cristo, eres tú y es un abrazo ETERNO…
A Juan Pablo II los españoles le llamaron torero… Es el Papa del olé a los mártires.
Olé a los mártires: Pues la herencia de estos valientes testigos de la fe, son para nosotros: archivos de la Verdad escritos con letras de sangre.
Olé a los mártires: ¡Vosotros nos habéis legado un patrimonio que habla con una voz más fuerte que la de la indiferencia vergonzante!
Olé a los mártires por vuestra voz que reclama la urgente presencia en la vida pública.
Olé a los mártires. ¡Que su recuerdo bendito aleje para siempre del suelo español cualquier forma de violencia, odio y resentimiento!
Olé a los Mártires ¡Que su testimonio del Evangelio nos lleve a presentar con naturalidad, pero también con firmeza su radicalidad, siempre actual, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo!
Y finalmente olé a los mártires, porque estar en su piel es para valientes que se fían de Dios y aman a Cristo con la profundidad requerida en todos los tiempos… Especialmente hoy.