Las virtudes cristianas nacen de la formación de hábitos evangélicos, de repetir mil veces los consejos del Espíritu Santo.
Javier Algara Cossío (Mexico)
Unas palabras de Dawn Eden, de quien hice referencia en un artículo reciente, me pusieron a pensar. Esta joven norteamericana, convertida al catolicismo, y a la castidad, desde las filas de las defensoras radicales del sexo libre, afirma que para la mujer soltera cristiana la disyuntiva de aceptar o rechazar un encuentro sexual, invitada por las palabras bonitas de un hombre atractivo, un ambiente seductor y el propio deseo, equivale a una disyuntiva de fe. Ella puede elegir: aprovechar esa oportunidad de entregarse a aquel hombre, esperanzada de que él, por quien incluso siente cariño especial, resultará ser "su príncipe azul"- y que si no acepta podrá estar dejando ir un "buen partido"-, o vencerse y rechazar esa oportunidad de satisfacer una pasión (más de él que de ella) y permitir que Dios muestre su voluntad y, eventualmente, en el momento en que Él quiera, le facilite el encuentro con quien ha de ser su esposo. En realidad lo que enfrenta la mujer soltera católica en ese contexto es lo mismo que enfrenta todo cristiano ante la disyuntiva "pecado-acto virtuoso". En principio imagino que solamente un alma totalmente perversa podría querer el pecado- oponerse a la voluntad de Dios- por sí mismo. Y menos un cristiano.
Lo que acontece es que puestos ante una oportunidad de claro y seguro beneficio propio, de cualquier tipo, pero cuyo logro implique pasar sobre la ley, humana o divina, y no siendo capaces, por nuestra falta de fe, de confiar en que Dios, Padre amoroso pero exigente, nos dará cosas mejores, preferimos acogernos a las garantías humanas, por más que hayamos experimentado reiteradamente lo dudosas que éstas son. La violación de cualquiera de los mandamientos, del segundo para adelante, implica siempre la violación del primero de ellos. Amar a Dios sobre todas las cosas también significa confiar en Dios más que en el hombre y su ciencia, su riqueza o su poder; significa admitir a Dios y reconocerlo como el supremo punto de referencia. El pecado, así, es una patética y tragicómica experiencia del refrancillo aquel: "más vale malo por conocido que bueno por conocer". No por nada los rabinos dicen que el salmo uno es la clave para entender todo el salterio, y la vida de la fe en general.
Y es que lamentablemente Dios, para la mayor parte de los cristianos, ¡sigue siendo algo tan lejano y ajeno a nuestras vidas.! Quizás porque el mismo Jesucristo, quien nos hace visible a Dios, y por tanto nos pone su poder y sabiduría al alcance de la mano, es también algo difuso, desvinculado de nuestra realidad. En esas circunstancias ¿qué mujer joven va a sacrificar un placer seguro y la probabilidad de cazar un novio a la esperanza de que Dios proveerá? O ¿qué padre de familia, acosado por las facturas, va a rechazar un buen dinerillo, fácil pero fraudulento, confiado en que Dios le dará mejores oportunidades de emparejarse? Una madre angustiada por un embarazo no deseado ¿podrá abandonarse en manos de Dios cuando el aborto puede ser tan sencillo y efectivo? Y si los mandamientos son difíciles sin fe, ¿cuánto más no lo serán la pobreza evangélica, el perdón al enemigo, la mansedumbre y demás consejos del Sermón de la Montaña?
Las virtudes cristianas nacen de la formación de hábitos evangélicos, de repetir mil veces los consejos del Espíritu Santo. Esto, a su vez, nace de la fe, de la experiencia de haber encontrado a Cristo, y en Él, a Dios, quien merece todas nuestras confianzas.
"Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos. sino que su gozo es la ley del Señor. Será como un árbol plantado al borde de la acequia" (Salmo 1).