Esta la paradoja del ser humano: la pequeñez y la grandeza; realidad que si no se dimensiona con justicia puede llevarnos al desprecio de nuestra dignidad y la de los demás. Ponernos delante de Dios, abrirnos a su presencia nos lleva a este reconocimiento.
Miguel Rivilla San Martín
Se ha dicho y es verdad, al menos para los creyentes, que el ser humano es la obra maestra salida de las manos de Dios, su Creador.
Todos los humanos estamos compuestos de cuerpo y alma, materia y espíritu. El cuerpo es la máquina más perfecta y compleja jamás soñada. En y por su cuerpo, el hombre participa y se asemeja a la naturaleza de los animales, aunque es incomparablemente superior. En y por su alma, el hombre participa y se asemeja a la naturaleza divina: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.
El alma está dotada por Dios de inteligencia y libertad, es espiritual e inmortal y ella refleja a su divino Hacedor. La misma Biblia revela la grandeza del ser humano, cuando en ella leemos: “Lo hiciste poco inferior a los ángeles. Lo coronaste de gloria y dignidad. Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies” (Salmo 8). He aquí, breve y sucintamente proclamada, la grandeza de la condición humana tal como salió de las manos de Dios.
En resumen: Todos los hombres somos como Dios nos ha hecho y nosotros nos hemos estropeado, por efecto y consecuencia del mal uso de nuestra libertad y del pecado de origen de nuestros primeros padres.
Hagamos ahora una breve síntesis de los dos extremos de nuestra condición humana.
A- PEQUEÑEZ HUMANA
No son muchos los humanos conscientes de su pequeñez, limitación e insignificancia. Se ha perdido, en general, el sentido de la proporción y perspectiva del mundo en que vivimos, tan pequeño él, en comparación con el universo o macrocosmos. Los datos y cifras astronómicas nos dan a conocer nuestra mínima realidad.
No obstante lo dicho, hay que ver qué alboroto, griterío y ruido el que armamos y el daño, violencia, destrucción y muerte de que somos capaces de hacer los hombres en nuestra efímera existencia. Muy capaces de poner todo “patas arriba” y trastocar todo orden establecido, destruyendo cuanto se nos ponga por delante.
Persiste en casi todos un afán desmesurado de soberbia y autosuficiencia. Cada hombre trata de empinarse sobre sí mismo, aunque sea pisando al otro y sobresalir, como sea, sobre los demás, con un afán rabioso de protagonismo, ignorando lo que en realidad somos: Seres insignificantes y anónimos, perdidos entre millones y millones de otros hombres, que nos precedieron, de los actuales y de los venideros.
Aún más, si nos comparamos con los millones y millones de estrellas y galaxias del macrocosmos, podemos exclamar con el salmista, dirigiendo nuestra oración al Creador: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?”. Pero todavía hay más, si palpamos nuestra fragilidad y vulnerabilidad, nuestra finitud y caducidad. Nuestra vida como un suspiro, como un abrir y cerrar de ojos, como la hierba del campo que por la mañana florece y por la tarde se marchita, así es de perenne y duradera la existencia humana, comparada con la eternidad. “Los siembras año tras año, como hierba que se renueva, que florece y se renueva por la mañana y por la tarde la siegan y se seca”, nos dice la Biblia y abundando en lo mismo, el autor sagrado nos espeta: “Aunque uno viva 70 años y el más robusto hasta 80, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan”.
Resulta pues natural, tras asumir las anteriores reflexiones, dirigirse a Dios, desde la humildad y constatación de nuestra pequeñez personal y colectiva, con éstas o parecidas palabras, también del Libro sagrado: “Enséñanos, Señor, a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”
B-GRANDEZA HUMANA
Gracias al misterio de la Encarnación, por la cual el Hijo de Dios, Jesucristo, se hizo hombre y asumió la naturaleza humana, en todo igual a nosotros, menos en el pecado, el hombre, por la misericordia infinita de Dios y los méritos de Jesús, es elevado a su más alta condición de gracia, dignidad e inmortalidad, jamás soñadas.
De ser insignificante, pecador y miserable criatura, el hombre entra a formar parte, por el sacramento del bautismo, de la sublime condición y dignidad de hijo adoptivo de Dios, partícipe de la naturaleza y vida divinas de su Creador, y con el derecho inalienable y personal a gozar de la vida eterna de Dios.
Con toda razón el gran papa León X solía escribir y predicar a sus hermanos cristianos para que lo tuviesen siempre presente en su mente y corazón: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad” y a su vez, podríamos repentizar su recomendación, con estas o parecidas palabras: Hermano, no cambies tu derecho de primogenitura por un plato de lentejas, ni por todo el oro del mundo.
Quiero concluir este apunte con unos aforismos al alcance de cualquier persona de fe y que fueron el norte y meta de muchos santos, que pasando, como nosotros ahora, por los sufrimientos, avatares y tribulaciones de este valle de lágrimas, constituyó para ellos, el mayor timbre de felicidad y gloria al pasar al más allá:
“Los padecimientos del tiempo presente, no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom8, 18).”Ni ojo humano vio jamás, ni oído humano oyó ni vino a mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (2Cor, 2-9). “Somos forasteros y peregrinos sobre la tierra. No tenemos aquí ciudad fija, sino que vamos en busca de una que es eterna” (Heb.13, 14)