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La historia del corazón

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Aunque el cénit de la devoción cristiana al Corazón de Jesús lo marcan las revelaciones de Cristo a Santa Margarita María Alacoque, en el s. XVII, hay una larga prehistoria que se remonta a San Bernardo en el s. XII con su devoción a la humanidad de Jesús.

En el ambiente festivo del corazón de Jesús comenzaré citando unos datos del padre Rafael de Andrés en el “Nuevo Año Cristiano”.

Aunque el cénit de la devoción cristiana al Corazón de Jesús lo marcan las revelaciones de Cristo a Santa Margarita María Alacoque, en el s. XVII, hay una larga prehistoria que se remonta a San Bernardo en el s. XII con su devoción a la humanidad de Jesús. Pero quienes centran su devoción en el corazón sensible de Cristo son tres santas de la edad media, Ludgarda, Matilde y Gertrudis, que practicaron personalmente y difundieron con sus escritos la devoción al Corazón de Jesús.

Más tarde, en el s. XVI, Luis de Blois y San Juan de Ávila predicaron y dieron forma a la veneración del Corazón de Cristo. San Juan Eudes ya en el s. XVII popularizó y consiguió que se incluyera en la liturgia esta devoción.

Pero fue Santa Margarita con las cuatro revelaciones que le hiciera el Señor, la que más influyó en la devoción al Corazón de Jesús.

Trascribo la parte más importante de estas revelaciones. En la primera y la última es Jesús mismo quien habla. En las otras dos la santa nos comparte la visión que tuvo.

Primera: “Mi divino Corazón está tan apasionado de amor a los hombres, en particular hacia ti, que, no pudiendo contener en él las llamas de su ardiente caridad, es menester que las derrame, valiéndose de ti, y se manifieste a ellos para enriquecerlos con los preciosos dones que te estoy descubriendo”.

Segunda: “El divino Corazón se me presentó en un trono de llamas más esplendoroso que el sol y transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado con una corona de espinas, significando las punzadas producidas por nuestros pecados y una cruz en su parte superior”.

Tercera: “Jesucristo, mi amado dueño, se presentó delante de mí todo resplandeciente de gloria, con sus cinco llagas, brillantes como cinco soles, y despidiendo de su sagrada humanidad rayos de luz de todas partes, pero sobre todo de su adorable pecho, que parecía un horno encendido, y habiéndose abierto, me descubrió su amante y amable Corazón, vivo manantial de tales llagas”.

Cuarta: “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y que no recibe en reconocimiento, de la mayor parte, sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento de amor. Por eso te pido que se dedique el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento a una fiesta especial para honrar mi Corazón”.

A veces pensamos que esta devoción al Corazón de Jesús no tiene mucho sentido. Pero, debemos considerar:

Que en nuestro lenguaje ordinario, al hablar del corazón estamos hablando del amor: “Te llevo en mi corazón”. O lo que dice la que vende en la esquina: “¡corazoncita!”, como expresión de cariño a las señoras que le compran.

De donde se deduce que esta devoción lo que celebra es el amor de Jesús.

Cuando Juan, en el Evangelio, nos quiera manifestar el amor más grande de Cristo nos lo presentará abierto por la lanza y derramando hasta la última gota de su sangre y agua.

Es la manifestación del amor extremo.

También podemos pensar que por el Corazón abierto de Cristo podemos entrar hasta el Padre.

No en vano había dicho el Señor: “Yo soy la Puerta”.

Sí. La Puerta de las ovejas para que lleguen por Él al Padre, impulsadas por el Espíritu Divino.

Por su parte la Iglesia, en los últimos años, ha hecho de la fiesta del Corazón de Jesús “la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes”.

El cardenal Hummes, prefecto de la congregación para el clero, en su escrito de este año, dice así:

“En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente e inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su sed de felicidad. Nosotros ya encontramos ese Rostro y aquel día, su amor hirió de tal manera nuestro corazón que necesitamos permanecer continuamente en su presencia…”

Tratándose del sacerdocio la Iglesia quiere que el corazón sacerdotal de los suyos sea semejante al corazón del único sumo y eterno sacerdote.

José Ignacio Alemany Grau, Obispo (Perú)