“Porque es mi Amigo, porque es mi esperanza, porque Jesús murió en una cruz por usted y por mí. ¡No quites el crucifijo!”.
Una escena imaginada. El funcionario llega, entre aburrido y molesto, a cumplir órdenes.
Entra en un aula. Sube encima de una silla. Retira el crucifijo. Lo mete en un saco de correos. Luego, al aula siguiente, a repetir la misma maniobra.
En una de las clases hay una niña de 10 años. Se pone en la puerta y mira a los ojos al funcionario, con aire entre suplicante y retador.
“Señor, no lo haga, se lo suplico”.
“¿Por qué, mocosa?”
“Porque es mi Amigo, porque es mi esperanza, porque Jesús murió en una cruz por usted y por mí. ¡No quites el crucifijo!”.
“Tengo que cumplir órdenes. Venga, apártate y ve a jugar con los demás niños”.
La niña queda a un lado. El funcionario entra, sube a la silla, toma el crucifijo y lo mete en la bolsa.
Siente que unos ojos le observan, le taladran. Por unos momentos, ha recordado que él, de niño, aprendió a rezar con las manos juntas ante una cruz que tenía junto a la cama.
Casi empieza a sentir vergüenza de su gesto. Pero se repone y baja de la silla.
Camina hacia la puerta. La niña sigue allí. Sus ojos están rojos. Las lágrimas han dejado manchadas las mejillas.
El funcionario nota que un escalofrío baja por su espalda. Se acerca a la niña. Con un pañuelo de papel, le seca las lágrimas.
“Mira, hija, en la vida todos tenemos que cumplir órdenes. A mí me ha tocado este trabajo. A ti te toca estudiar. Además, ¿verdad que para vosotros esa cruz ya no decía nada? ¿No tienes entre tus amigos niños musulmanes o de otras religiones? Es que el mundo cambia…”
La niña murmura, con voz entrecortada, lo que tiene en su corazón: “Jesús me ama, le ama a usted, ama a los musulmanes, ama a los ateos. Es bueno, tan bueno que muere en la cruz. ¿No podría volver a poner el crucifijo en la pared, por favor? ¿No nota lo triste y vacía que queda la clase sin tener la cruz?”
Los gritos aumentan por el pasillo. Pronto el pequeño ejército de niños ocupará los asientos de la clase. Casi todos notarán un nuevo y extraño vacío en la pared que está junto a la pizarra.
Una niña estará en clase entre lágrimas, mientras un funcionario lleva hacia el coche, con un respeto al que hacía tiempo no estaba acostumbrado, un saco lleno de cruces.
Esas cruces esconden una larga historia. Porque durante años y años, en España y en tantos rincones del planeta, millones de niños podían mirar en el aula hacia una cruz. Recordaban así que hubo un Hombre muy bueno que murió por los pecadores. Se llamaba Jesús, el Hijo del Padre y el Hijo de María.
P. Fernando Pascual (España)