Pero surge una pregunta ineludible: ¿valen igual todas las religiones? ¿Da lo mismo ser musulmán o hinduista, ser animista o cristiano, ser deísta o ateo?
Pertenecer a una religión o a otra depende de varios factores.
Muchos son católicos, o evangélicos, o luteranos, o musulmanes, o hebreos, o hinduistas, o budistas, porque nacieron en una familia que tenía esa religión. En casa aprenden una doctrina, unas oraciones, unos ritos. Con el pasar del tiempo, asumen y aceptan la religión que conocieron de niños, y la viven con mayor o menor convicción.
Pero surge una pregunta ineludible: ¿valen igual todas las religiones? ¿Da lo mismo ser musulmán o hinduista, ser animista o cristiano, ser deísta o ateo?
La pregunta es ineludible porque el hombre busca la verdad. No basta con saber una serie de doctrinas aprendidas de niño o asumir acríticamente unos valores religiosos para que la vida transcurra pacíficamente.
En el fondo de cada corazón se esconde un deseo profundo de saber. No todo, hay que recordarlo, se “sabe” con un mismo método. El cariño entre un hombre y una mujer no se “prueba” con los aparatos del laboratorio. La verdad sobre Dios, sobre el alma, sobre el sentido del universo, no nos llega automáticamente desde las fórmulas químicas o las medidas de la física.
Entonces, ¿cómo saber cuál es la religión verdadera? Si la respuesta fuese fácil, y si el hombre fuese capaz de razonar con sensatez, desaparecería pronto el pluralismo religioso: bastaría con dar los argumentos a favor de la religión verdadera para que casi todos, tarde o temprano, la aceptasen.
Sin embargo, la adhesión a algunas verdades, incluso en el mundo de los laboratorios, no depende simplemente de la claridad de los argumentos o de las pruebas aducidas. Porque el pensamiento humano no se da nunca en “estado puro”, sino que depende de sentimientos, actitudes internas, adhesiones emocionales, prejuicios, intuiciones, que pueden condicionar profundamente la apertura intelectual, incluso inhibirla hasta límites insospechados.
El hombre necesita superar, en el ámbito religioso, aquellos obstáculos que le detengan en el camino hacia la verdad para acercarse, poco a poco o de modo intensamente veloz, hacia la misma. Lo hará con su razón, su capacidad de pensar y de discernir, su apertura a todos los datos que obtiene con la ayuda de la ciencia, de la experiencia humana, de la historia, de la fe auténtica (algo muy distinto del fanatismo ciego y sectario). Lo hará con un espíritu sinceramente disponible a acoger cualquier verdad, venga de donde venga, sea dicha por quien sea dicha.
Vale la pena trabajar continuamente para crear condiciones adecuadas que permitan un discernimiento realizado en libertad. No es aceptable que todavía existan culturas o países que condenen a muerte a los que abandonan su religión de origen o escojan una religión distinta de la que posee la mayoría de la población. No es justo que haya sacerdotes (y el caso es real) que se nieguen a bautizar a musulmanes por miedo a que luego sean asesinados. Es sumamente penoso que todavía hoy miles de cristianos sean perseguidos porque creen en Jesucristo.
La opción religiosa de cada ser humano merece el máximo respeto. No hay que recurrir nunca a la violencia en los temas religiosos, como recordaba el Papa Benedicto XVI citando unos versos del Corán (Regensburg, 12 de septiembre de 2006). Sí hay que recurrir a una colaboración fecunda y rica entre la fe y la razón para que sea posible discernir mejor cuál, entre las muchas religiones que existen, sea la verdadera.
P. Fernando Pascual (España)