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San Pablo y el genio femenino: Mujeres nobles, cultas e instruidas

Image En este ambiente, entendido veinte siglos después como discriminatorio y radical, cada palabra, cada gesto, cada silencio de San Pablo, al igual que hizo Jesucristo, supuso una revolución.

“Atravesando Anfípolis y Apolonia llegaron a Tesalónica, donde los judíos tenían una sinagoga (Hch 17, 1)…… Algunos de ellos se convencieron y se unieron a Pablo y Silas así como una gran multitud de los que adoraban a Dios y de griegos y no pocas de las mujeres principales. (Hch 17, 4)

Por la noche, los hermanos enviaron hacia Berea a Pablo y Silas. Ellos, al llegar allí, se fueron a la sinagoga de los judíos. (Hch 17, 10)…Creyeron, pues, muchos de ellos y, entre los griegos, mujeres distinguidas y no pocos hombres”. (Hch 17, 12)

A pesar de que la situación de la mujer ateniense en la época de San Pablo era mucho más abierta que la del pueblo judío, es de todos conocido que, incluso las atenienses acomodadas, cultas e instruidas de las que nos habla el apóstol en este texto carecían de lo que hoy concebimos como derechos ciudadanos.

Sabido es que la vida de las mujeres estaba dirigida primordialmente al matrimonio, las labores domésticas, el hilado y a la crianza de los hijos, especialmente, hijos varones con los que perpetuar la especie. La dependencia del marido era tal que podía amonestarla, repudiarla o apedrearla en caso de adulterio, siempre que éste estuviera probado.

Normalmente estaban encerradas en casa. Se les negaba la entrada en el templo, aprender la ciencia sagrada ni como entretenimiento ni para su educación, dar testimonio de su fe; y lo que es peor aun, sus opiniones eran rechazadas e ignoradas, incluso por su padre o su marido.

Pues bien, en este ambiente, entendido veinte siglos después como discriminatorio y radical, cada palabra, cada gesto, cada silencio de San Pablo, al igual que hizo Jesucristo, supuso una revolución. Una revolución que, a pesar de los prejuicios de la época, el apóstol no abandonó ni un instante hasta volver a situar a las mujeres en un lugar relevante de la historia  de la Iglesia, como se puede observar dando un ligero repaso a las páginas del Nuevo Testamento.

En el caso de estas mujeres, cultas e instruidas, nobles de espíritu, los textos sagrados no nos las presentan como mujeres engreídas y orgullosas de su condición que desprecian a los que les rodean; ni en actitud distante y rígida  que mira a los demás por encima del hombro. Al contrario; son mujeres que no se conforman con el honor, la gloria y la riqueza de su condición; ni mucho menos; buscan algo más. Buscan la Verdad.

Y debió ser esto precisamente lo que les ocurrió puesto que, al escuchar a San Pablo en la sinagoga, Dios conquistó su corazón, abrió su inteligencia para comprender y les colmó de dones. De tal manera que se  “convencieron y se unieron” a él en su fascinante misión.

Unas mujeres que alimentaron,  a través del mensaje de Cristo, la fuerza de su amor y de sus ansias de felicidad. Y que, conscientes de sus cualidades y defectos, toman el camino de trasformar su realidad cotidiana en busca de un proyecto divino, cueste lo que cueste, y  digan lo que digan. Ya que, movidas por el amor y la responsabilidad, deciden libremente dar lo mejor que poseen.

Valía personal no les faltaba para llevarla a cabo. Ya que, como suele ocurrir, el corazón inquieto y abierto de las personas instruidas no solo recibe con celo y entusiasmo todo lo que le suponga un enriquecimiento personal, sino que lo hace vida y lo defiende con argumentos sólidos.

De tal forma que, como pasa hoy en día, las buenas lecturas, las audiciones musicales, el teatro, la mirada a una obra de arte, los debates, etc. no solo les llena de un placer inmenso, sino que al mismo tiempo “engrandece a la persona; incluyendo su dimensión religiosa”, como afirma Benedicto XVI, puesto que cultivar la verdad, la bondad y la belleza de todo lo que nos rodea engrandece nuestro corazón y ennoblece el espíritu.

Dicho de otro modo, este afán de saber no es un placer únicamente sensible, lleno de afectos y sentimientos, sino que para descubrir la grandeza de la obra de Dios, una obra llena de luz y  de Amor eterno, debe actuar la inteligencia y la voluntad, potencias sine qua non para el aprendizaje.

Y puesto que tanto el hombre como la mujer “buscan la verdad”, como nos recuerda el Santo Padre, y “la verdad que nos hace libres es Cristo, porque sólo él puede responder plenamente a la sed de vida y de amor que existe en el corazón humano”, me complace observar que, San Pablo, Maestro de Fe y Verdad,  nos presenta a estas mujeres como protagonistas de un  gran desafió para el futuro de la fe, de la Iglesia y del cristianismo.

Es más, me atrevo a afirmar que, hoy como hace dos mil años, existen muchas mujeres  que se “apasionan por su mensaje, experimenta el deseo incontenible de compartir y comunicar esta verdad”. Y como es propio en ellas, no permitirán que se apague la Luz que ilumina su razón y que mengüen sus fuerzas del corazón ante el nuevo horizonte que se abre ante nosotros. Porque “allí donde está Dios, allí hay futuro”.

Por Remedios Falaguera (España)