Todos los seres humanos tienen derecho a la vida, y merecen los mejores esfuerzos de la sociedad y de los tribunales para que nadie divulgue ideas desde las que unos, los potentes, puedan acabar con la vida de otros, los débiles.
Cuando un tribunal condena a un historiador por negar importantes hechos del pasado, necesita justificar su sentencia desde leyes orientadas a tutelar bienes importantes en la vida social.
En concreto, la negación pertinaz de hechos históricos deplorables, de injusticias, de crímenes, de genocidios claramente probados, merece ser castigada judicialmente cuando tal negación implique avalar ideas y comportamientos que permitieron enormes delitos del pasado.
Al mismo tiempo, resulta necesario preguntarnos si no existan otras ideas, otras afirmaciones, no del pasado sino del presente, desde las que pueden producirse graves injusticias en la vida social.
Pensemos, por ejemplo, en un profesor que afirme ante sus alumnos la licitud de la violencia armada, o la superioridad de unas razas sobre otras, o el derecho de unos pueblos a oprimir a sus vecinos o a los lejanos. Tales enseñanzas merecen un castigo adecuado, si queremos realmente defender los principios éticos que garantizan la convivencia y la paz en cualquier estado de derecho y en la humanidad entera.
Lo mismo podemos decir respecto de quienes afirman teorías que van contra la igual dignidad entre el hombre y la mujer, o que promueven el desprecio hacia el extranjero, o que buscan marginar y destruir a los miembros de algunas religiones, o que incitan a la violencia entre las clases sociales.
En este contexto, resulta extraño constatar el silencio de jueces y de leyes ante ideas y afirmaciones que incitan a la violencia y que, sin embargo, se divulgan sin ninguna dificultad en la vida social, como si existiesen dos pesos y dos medidas.
Por ejemplo: si un profesor de historia niega la crueldad de un tirano del pasado podrá (y el hecho es real) ser arrestado e irá a la cárcel. Quizá las ideas o los libros de ese profesor no hayan provocado ninguna víctima, pero más vale prevenir que lamentar, sobre todo cuando los humos del odio no terminan de apagarse en algunas zonas de la Tierra.
Al mismo tiempo, otros profesores e intelectuales promueven ideas que provocan miles y miles de muerte cada año, cuando defienden el aborto en el aula universitaria o en los medios de comunicación, como si se tratase de un asunto discutible, como si sus ideas no implicasen la posibilidad real de la muerte de miles de inocentes, los hijos antes de nacer.
Defender la “memoria histórica” y condenar a quienes no reconocen los delitos del pasado tiene sentido sólo si ello sirve para construir un mundo más justo, para defender aquellos principios éticos que permiten respetar a las personas. Por eso mismo, y para lograr un mundo “inclusivo”, donde quepan todos y donde nadie sea excluido, hace falta también tener valor para marginar y excluir las ideas y propuestas de quienes están a favor de una injusticia sumamente grave: la que se comete en cada aborto.
Los jueces existen no sólo para hacer cumplir las leyes, sino para tutelar la justicia que esas leyes deberían garantizar. Su misión es enorme, por lo que necesitan el apoyo de todos.
Nacidos o no nacidos, de una raza o de otra, de una u otra nacionalidad, ricos o pobres, todos los seres humanos tienen derecho a la vida, y merecen los mejores esfuerzos de la sociedad y de los tribunales para que nadie divulgue ideas desde las que unos, los potentes, puedan acabar con la vida de otros, los débiles.
Por el Padre P. Fernando Pascual