Los cristianos hemos de entender que esta vida es pasajera y precaria: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!»
Ante la obsesiva epidemia que según los informes ahora asola nuestro planeta, y en la esperanza de que, para cuando se lean estas líneas, ya esté más bajo control, tengo todavía algunas reflexiones que me gustaría añadir a lo ya dicho.
La epidemia ha atacado por igual en los más diversos países, pobres y ricos. Aunque la situación es preocupante, es consolador recordar que para Dios y para la naturaleza, todos somos polvo: fuertes y débiles, negros y blancos, poderosos e indigentes.
Siempre ha habido hombres que creen poder vivir sin Dios: creen que pueden ser felices sin Él. La tecnología moderna, como una Torre de Babel, los hace sentirse gigantes, independientes, autosuficientes. Sueñan y se empeñan con alcanzar el dominio sobre la naturaleza, sobre el dolor, la enfermedad, la edad, y algunos hasta sobre la muerte. Una plaga nos viene a recordar que no es posible, que somos frágiles, que somos dependientes; siempre habrá un nuevo virus, una catástrofe natural, una falla humana que nos demuestre nuestra indefensión. Toda tragedia es una lección de humildad.
Si bien la muerte ha de ser un trago fuerte para cualquiera, los cristianos tenemos razones para recibirla «sin entristecerse como los demás, que no tienen esperanza» (1Tes, 4, 13). Los cristianos hemos de entender que esta vida es pasajera y precaria: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» (1 Co. 15, 19). La felicidad completa sólo la encontraremos en la otra vida, con Dios, y si hemos llevado una vida buena, la muerte la podemos ver como un final feliz y necesario. En este mundo sólo tenemos prendas, probaditas, visiones de la felicidad, pero curiosamente, lo más parecido a una felicidad plena sólo se encuentra renunciando a esta vida y preparándose para la otra en el «Santo Temor de Dios». Es ahí donde se encuentra el sentido de la vida, el gozo cumplido y la felicidad profunda, aún en medio de tribulaciones.
Tristeza da, ante esta «crisis», tanta prevención y preocupación. El mundo se agita porque han muerto algunas decenas en algunos países; y mientras, el presidente Obama, en apoyo a muchas instituciones, dirige todas sus energías a promover el aborto, que mata física y moralmente a muchos miles todos los días. Y otro tanto hace el hambre y otro tanto la guerra y otro tanto enfermedades que serían curables si hubiera buena voluntad. ¿Y quién se alarma o dicta medidas de prevención? Sabemos que las catástrofes naturales no son castigos de Dios, porque afectan a buenos y a malos, pero bien podrían ser advertencias.
Y echado un vistazo a tanto correo que ha circulado con las más ocurrentes y malévolas explicaciones sobre el origen de la epidemia —y conste que a veces cualquier mal pensamiento se queda corto—, se me vienen otros dos pensamientos: 1) No todo lo que le llega por el Internet es de confiar; y 2) Cualquier estupidez que pueda usted discurrir, seguramente habrá alguien que la enuncie con mucha seguridad y con actitud de sabio, o de científico. Puede sonar chusco, pero en estos tiempos hay que tenerlo siempre en cuenta.
Por Walter Turnbull (México)