Llamados a reflejar el amor de quien los había creado, el hombre y la mujer, seducidos por la soberbia y el orgullo de ser como Dios, traicionan su misión y se encuentran a vivir entre nuevas e inesperadas limitaciones humanas.
El amor en su origen.
En una de las reflexiones anteriores habíamos ya reconocido el matrimonio y la familia, que es su lógica consecuencia, como ‘invención de Dios’, o sea, proyecto original suyo. Desde el comienzo de su existencia, el hombre y la mujer vivían ‘desnudos’, o sea, en perfecta armonía entre ellos, en un amor recíproco, sereno y espontáneo, a la sombra de Dios. Lo que, luego, sembró cizaña en esa relación amorosa, alterándola y desarmonizándola, fue la experiencia del pecado. Llamados a reflejar el amor de quien los había creado, el hombre y la mujer, seducidos por la soberbia y el orgullo de ser como Dios, traicionan su misión y se encuentran a vivir entre nuevas e inesperadas limitaciones humanas: “Entonces –relata el libro del Génesis- se les abrieron los ojos y se dieron cuenta que estaban desnudos” (Gen 3, 7). El encanto de un amor puro, total y genuino se acabó por culpa del pecado humano.
La crisis actual del amor.
Después de la secuencia pecaminosa, el ser fecundos, para llenar la tierra, y el ser compañeros, el uno cerca del otro, siguen siendo las razones del encuentro sexual de toda pareja, pero con siempre mayores dificultades, incomprensiones, egoísmos y resistencias, que lo complican y dificultan. En efecto, el encuentro sexual de la pareja, que debería significar el amor que se tiene y realizar la obra maravillosa de la vida, hoy en día, se ha vuelto más superficial, vulnerable y egoísta. Además, en lugar de ser vivido como experiencia de unión irreversible e única de la pareja es, hoy, más fácilmente sujeta a la infidelidad y disolubilidad. Ese vínculo conyugal, de carácter moral y legal, que surge entre los esposos desde el intercambio público del consentimiento, para compartir, sólo entre ellos, un proyecto de vida irreversible, fácilmente se viola y olvida, hoy.
Redescubrir la belleza del amor.
Urge, entonces, redescubrir la belleza del matrimonio cristiano y vivirlo en plenitud. La crisis, hoy, no es propiamente del matrimonio y de la familia ‘tradicional’, sino de la cultura, en la que vivimos. Para ella, todo es relativo y no hay nada absoluto. Además, se niega la existencia de leyes morales naturales independientes de la libertad humana; tampoco se aceptan el matrimonio y la familia como instituciones objetivas y universales. Entre los mismos creyentes, se desconocen, inclusive, las dimensiones ‘religiosa’ y ‘sacramental’ del amor conyugal y del matrimonio mismo. En estas circunstancias, desde luego, será siempre más difícil que la pareja humana reproduzca el proyecto original de Dios sobre el matrimonio y que resulte ser ‘imagen y semejanza’ suya.
Creados a imagen de Dios.
A este punto surge una duda: “¿Qué relación puede darse entre el ser ‘imagen divina’ y el ser ‘varón y hembra’?”. La respuesta la encontramos en la esencia divina del ‘amor’; más bien, amor ‘trinitario’ entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La pareja, por lo tanto, será imagen y semejanza divina en la medida en que reproduzca los mismos dinamismos amorosos, de comunión y unidad, que caracterizan a Dios. Dos personas, entonces, que se aman – y el del hombre y la mujer en el matrimonio resulta ser el caso más verdadero- reproducen algo de lo que acontece en la Trinidad. Exactamente en esto la pareja humana es imagen de Dios. Como la Trinidad, el esposo y la esposa son, en efecto, una sola carne, un único corazón y una sola alma, no obstante la diversidad de sexo y personalidad.
El amor humano sacramento del amor divino.
En esta luz, descubrimos el sentido profundo del mensaje de los profetas, acerca del amor sexual humano, el cual es símbolo y reflejo del amor de Dios para con su pueblo. Y esto no se da nada más en términos simbólicos, sino, más bien, reales: revelan el verdadero rostro y sentido último de la creación de la pareja humana, es decir, el de salir de su aislamiento y egoísmo, para abrirse al otro y, a través de la temporánea y gozosa ‘éxtasis’ de la unión carnal, elevarse al deseo del amor y de la alegría sin fin. El resultado de este amor, además, podría plasmarse en la misma fecundidad, don de la pareja a la humanidad y a la comunidad cristiana. La familia humana, también en estas circunstancias, asume los rasgos de la familia divina.
Contrariamente a este gran sentido humano y divino del amor conyugal, lo que sobresale, en nuestro tiempo, es su aspecto físico, erótico y de gratificación inmediata. De esta manera son, más bien, la frustración y desilusión sus inevitables resultados. Lo peor es que, para evitarlos, en lugar de rectificar la calidad de los actos sexuales, se aumenta la cantidad, pasando de un ‘partner’ a otro, como si nada. Y es así como se llega a la ‘profanación’ de la sexualidad, don de Dios. En lugar de favorecer, entre la pareja, la pregustación del amor infinito de Dios, la relación sexual se vuelve ‘técnica de placer’, dejando, así, de ser vivida conforme a la intención de Dios. Despojado de su dimensión ‘religiosa’ el gesto del amor sexual queda mutilado.
La función del Espíritu Santo.
Para que recupere su sentido religioso y místico, la vocación matrimonial pide ser vivida en el Espíritu Santo. Siendo, por cierto, el sacramento del ‘don’, el matrimonio es, por su naturaleza, un sacramento del Espíritu Santo, cuya esencia, precisamente, consiste en el ‘donarse’ recíproco del Padre y del Hijo. La presencia santificante del Espíritu hace, del matrimonio, un sacramento no sólo celebrado, sino vivido de verdad. Este hermoso misterio del amor conyugal corre el riesgo, hoy, de no ser captado, ni siquiera, por los esposos. La eficaz simbología sacramental, en efecto, no queda evidenciada, en la mayoría de nuestros matrimonios. Difícilmente, mirándolos, nos acercamos a aquel que, del amor, es el creador. Será necesario, por tanto, volver a instruir nuestros matrimonios cristianos para que rescaten, de una vez, la belleza de ese amor que se tienen, y sean, para todos los demás, reflejo del amor de Dios para con la humanidad y de Cristo para con la Iglesia, su ‘esposa’.
Por el Padre Umberto Marsich mx (México)