El haber visto, casualmente, al protagonista confesando su escándalo en un programa de TV y la lectura de un buen artículo tratando de dar algunas explicaciones del mismo, me han empujado a escribir.
En una época en la que hemos visto diversos intentos de desprestigiar a la Iglesia Católica, entiendo que muchos tenemos la inquietud de hacer algo por ella. Me parece que en cualquier esfuerzo por dar a conocer la verdadera imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, y defenderla, se deben utilizar los medios de comunicación masiva. Sin embargo, creo que con frecuencia se nos olvida la existencia de la virtud más importante después de las teologales: la virtud de la prudencia.
Esta es la definición que da el Catecismo de la Iglesia Católica de esa virtud en el n. 1806: “La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios, para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe S. Tomás (s. th. 2-2, 47, 2), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación”.
El programa del que hablamos incluía la asistencia y la interacción con personas variopintas. Entre ellas bastantes mujeres jóvenes de muy buen ver. El padre Alberto es un sacerdote apuesto y joven, su show crecía en popularidad y exposición al público, con él por delante.
El primer recuerdo que me viene a la cabeza, es algo de lo que me hablaron antes de ordenarme (y me lo recuerdan de vez en cuando): el afán de protagonismo es algo que siempre acecha al sacerdote. Ciertamente cuando recibí las órdenes sacerdotales se nos insistía concretamente en un campo muy importante de nuestra actividad sacerdotal: la predicación, la homilía. Recuerdo muy bien el consejo: “preparen muy bien sus homilías, pero olvídense de quedar bien con el público y concéntrese en la renovación del sacrificio del Calvario; lo demás es lo de menos” -una paradoja más de la vida cristiana-. Las conclusiones me parecen obvias.
Solamente quiero agregar un punto de Camino, libro que me ha sido muy útil en la vida: No quieras ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra.
-Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa (n. 590).
El siguiente aspecto. ¿Qué es lo que se necesita para sacar adelante la sociedad y la Iglesia? El sacerdote se ordena sobre todo para buscar la santidad propia y la felicidad y la santidad de los demás. Esto último se hace a través de la celebración de los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía y la Confesión, y la predicación viva de la palabra de Dios. Sobre el tema de la santidad personal me limito a recordar lo que han repetido los dos últimos Papas: los santos son los que renuevan a vida del mundo y de la Iglesia. Podría poner muchas citas, pero espero nos acordemos de la gran maestra de la vida: La historia.
Unos ejemplos en épocas muy difíciles de la Iglesia: San Francisco de Asís, Santo Domingo, Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola… Sólo me resta añadir algo importante: la renovación actual de la sociedad no dependerá de un personaje o dos, sino de la toma de conciencia de la llamada a la santidad de todos los bautizados. Esas son las “buenas noticias”, para que todos, desde el empresario hasta el que vende paletas, nos demos a la tarea de ser santos. A todos nos toca sacar adelante a la sociedad -no dejar que se deteriore- y a la Iglesia; los sacerdotes y todos los líderes por delante.
Precisamente por haber oído las palabras de mi hermano en el sacerdocio Alberto, me parece que otro aspecto importante es algo que nos cuesta entender. Alberto es muy joven y es un producto de nuestra cultura, caracterizada por una educación en la que las nuevas generaciones parecen moverse por el gusto y la espontaneidad, los sentimientos. No pretendo hacer un tratado, sino simplemente recordar que la educación de la inteligencia y la voluntad parecen haberse descuidado y mucho. Basta ver la escalada de divorcios, de embarazos en adolescentes, etc. Me llamó mucho la atención cuando el padre Alberto decía algo así como “el amor llega…”; “no me puedo arrepentir de haber amado a una mujer…”.
Una persona educada en la inteligencia y la voluntad es capaz de “lo increíble”… Por ejemplo, saber pisotear y vencer los propios sentimientos. Y alcanzar así la alegría de la verdadera libertad. El amor puede llegar, pero puedo pisotearlo si no tengo derecho a “ese amor, entre otras razones porque ya lo tengo. Es igualmente válido para un casado como para un sacerdote. Conozco casos en los que, sin buscarlo directamente -aunque siempre descubre un cierto grado de imprudencia-, alguien se enamora de quién no debe, pero ha logrado no manifestarlo y se ha podido “desenamorar” -desenredarse, volver a ser libre-. Por poner un caso histórico muy simpático por cierto, recuerdo lo que sucedió a Tomás Moro (Sir Thomas More), gran Canciller de Enrique VIII de Inglaterra. En su autobiografía narra su casamiento: ya estaba en edad, sus padres lo mandan a conocer a la hija de unos amigos, era la mayor de la familia. Tomás More conoció además a las hermanas. Todas en edad de casarse. Se enamora profundamente de la segunda de las hijas, pero era un deshonor que la segunda se casara antes que su hermana mayor. Pide la mano de la mayor, y acabó enamorándose más profundamente de ella, teniendo de cerca a su cuñada.
Difícil de entender para nuestra época, ¿verdad? ¡Difícil para cualquier época! Es la fuerza de voluntad lo que hace a un hombre, a un cristiano, a un santo. Lo mismo para quien llega a odiar a alguien y logra superarlo. Debe pasar por encima de sus “sentimientos”, y hay casos heroicos: una mujer cuyo hijo fue atropellado y muerto en accidente por un borracho, no logró perdonarlo hasta que lo admitió como huésped en su propia casa, después que éste cumpliera su condena en la cárcel.
Quiero recordar, por último, los programas de TV que han hecho historia, para que nos demos cuenta de la diferencia entre éstos y el que nos ocupa ahora. El Arzobispo de Nueva York, Fulton J. Sheen, condujo en su época el programa con el rating más alto en la Unión Americana. El Obispo salía él solo en la pantalla junto a una pequeña imagen de la Virgen y, sin montaje, dirigía sus persuasivas charlas que convirtieron al catolicismo a personajes como Henry Ford II y a más de un artista de cine, entre otros muchos. El ya mencionado programa de la madre Angélica es otro ejemplo.
Conclusión, “zapatero a tus zapatos”. Nadie estamos en contra de que alguien se lance al aire para difundir la doctrina católica, pero habría muchas consideraciones que hacerle antes. El sacerdote tiene que ser, ante todo sacerdote, un hombre de Dios, identificado con Jesucristo en su sed por salvarlos a todos. Es decir, un hombre de mucha oración y de una vida de sacrificio y penitencia; si no, lo que haga no trascenderá, y quedará expuesto él a muchos peligros, como el del ingenuo protagonismo y tantos otros, con sus devastadoras consecuencias.
Por el Padre Rafael González Montemayor / GAMA
El autor es sacerdote, Médico Veterinario Zootecnista por la UNAM, Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra, España. Reside en Hermosillo, Sonora, donde forma parte del Tribunal Eclesiástico.