Amaneció y me senté en la terraza de mi casa. Saboreando aún la dulzura de aquella "presencia". Y una sola palabra llegó a mi corazón. "Amar". “Debemos amar”.
Anoche he pasado en vela, pero no angustiado. Han transcurrido mis horas suavemente, con la dulzura de sentir, experimentar la presencia de Dios. Lo he pasado con Dios. Envuelto en su amor. Pensando en Él. A las tres de la madrugada estaba sentado en mi cama y me decía: “Qué bueno es Dios”.
Una ternura insondable me rodeó. Penetraba mis sentidos, mi alma, mi corazón. Era como un abrazo del que no te quieres soltar. Sólo deseaba permanecer así, sin moverme. Experimentar este Amor, la certeza que Dios nos Ama, infinitamente, a pesar de lo que somos. Si Dios nos ama. Pasaron las horas y pensé: “Este es el antídoto que necesita el mundo”.
Hay que llenarlo de amor, porque el que experimenta a Dios jamás querrá otra cosa y se esforzará por no ofenderlo. Es tan tierno Dios. Decía san Juan de la Cruz: “Pon amor donde no hay amor, y encontrarás amor”.
Amaneció y me senté en la terraza de mi casa. Saboreando aún la dulzura de aquella "presencia". Y una sola palabra llegó a mi corazón. "Amar". “Debemos amar”.
Recordé un texto de san Alberto Hurtado y pensé: Este es el antídoto para la incomprensión. Para todos aquellos que viven sin ilusiones, para los que ven decaer su fe, para los que han abandonado a Dios. El antídoto es el amor.
A QUIENES AMAR: A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías. Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado… Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño… A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro… Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño.
Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas… Esos tísicos de San José, los leprosos de Fontilles… Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de estudios… Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he encontrado en Europa, en América… Todos los del mundo: son mis hermanos.
Por Claudio de Castro (Panamá)