En cierta ocasión, me encontraba solo en aquella capilla, rezando. De pronto, se me acercó un sacerdote, señaló el altar profundamente emocionado, sonrió con amabilidad y me dijo: “ésta es la antesala del cielo”.
Frente a mi casa había una residencia estudiantil. Me encantaba ir porque tenían un pequeño oratorio, una capilla acogedora, que invitaba a la contemplación.
Disfrutaba mucho estar con Jesús.
En cierta ocasión, me encontraba solo en aquella capilla, rezando. De pronto, se me acercó un sacerdote, señaló el altar profundamente emocionado, sonrió con amabilidad y me dijo: “ésta es la antesala del cielo”.
“Es verdad” reconocí, “es la antesala del cielo”.
Aquél lugar me recordaba mi infancia. Jesús siempre ha sido mi vecino. Frente a mi casa, vivían las Siervas de María, tenían también una capilla. Por las mañanas, solía cruzar la calle y visitaba a Jesús.
En mi corazón de niño, pensaba: “Allí está Jesús”. Y le quería mucho. No dudaba de su presencia en aquella hostia consagrada.
Tenía la certeza y experimentaba su “presencia” y su ternura. Era mi amigo. Mi gran amigo.
Hoy fui a misa y me acordé. Fue algo instantáneo. Me sentí nuevamente como el niño aquél que visitaba a Jesús.
Cada misa es para mí, un don, una gracia que se nos da, pero ésta tenía algo diferente.
Había, en la forma como el sacerdote celebró, tal dignidad. Trataba a Jesús con tanto cariño, que nos sentimos transportados. Nos llevó con su ejemplo a participar fervorosamente.
Experimenté la “presencia” amorosa de Dios y pensé: “Éste es el cielo”.
Comprendí en ese momento las palabras de santa Teresa de Jesús: “a donde está Dios, allí es el cielo”.
Por Claudio de Castro (Panamá)