Hablando de política —ahora que se acercan peligrosos tiempos electorales— con unos cuates, de lo único que quedé convencido es que no sabemos nada, aprovechando para asemejarnos en algo al gran Sócrates. Ni yo, ni mis cuates, ni los expertos. Llega un experto, que cobra mucho por hablar de eso, y dice algo; y cinco minutos después llega otro experto y dice exactamente lo contrario. No sabemos. No conocemos la verdadera vida de los protagonistas, sus intenciones, sus mezquindades o virtudes ocultas. No conocemos ni siquiera la historia, porque igual llega un historiador y nos dice algo, y al rato llega otro y nos dice lo contrario; y existe una historia oficial, escrita por los ganadores, y algunas novelas que la confirman, y otras historias alternas, escritas por los perdedores.
No conocemos todos los números, porque su difusión es parte de campañas publicitarias Y existen montones de «desorientadores»: leyendas urbanas, anécdotas incomprobables, slogans indemostrables, chismes de lavadero, secretos a voces, misterios insondables… «yo supe por un tipo que me contó…» y hasta Castro Rus nos revela inconcebibles vergüenzas de nuestra tribu política (de los que no son sus acólitos, por supuesto). Es que los gringos, es que los cubanos, es que los masones, es que el PRIAN, es que los legionarios, es que las dos familias del PRI, es que la internacional socialista, es que el yunque… cada quien tiene su secreto (cierto o falso) sobre quién maneja nuestros destinos. Y todavía por encima de esto, existe nuestra patética tendencia a ver y creer solamente lo que nos gusta o nos conviene.
¿Pero es que entonces, dada nuestra ignorancia, no tendríamos derecho a votar, o deberíamos votar por cualquiera? ¿Realmente no tenemos un criterio confiable en qué basarnos? ¿Tendrían que votar solo los expertos? ¿Y quién decide quiénes son los expertos?
Una lectura bíblica de la liturgia de hace unas semanas me dio un aire de esperanza. «Al abrirse, tus palabras iluminan, dando inteligencia a los sencillos» (Sal. 119, 130).
¿Inteligente yo? Claro que sí. Los que creemos en Cristo, y creemos a Cristo, tenemos acceso a la palabra de Dios, que nos enseña sobre el hombre, sobre el sentido de la vida, sobre lo bueno y lo malo, sobre las reglas fundamentales de la convivencia humana. No podemos imponerlos a nadie, pero siempre podemos confiar en esos principios. Aunque no conozcamos los secretos de la economía y de las ciencias políticas, siempre podemos estimar (al menos estimar) qué probabilidades hay de que un personaje respete los mandamientos de Dios, qué actitud guarda él ante el derecho del pueblo a la libertad religiosa, qué puntos de su doctrina concuerdan con la voluntad de Dios y qué puntos se oponen, qué probabilidades hay de que su actuación favorezca la implementación de la ley de Dios en la sociedad…
¿Y es éste realmente un criterio válido para elegir o evaluar a un gobernante? Por supuesto.
La sociedad, el estado, la tribu académica liberal, podrán ver en esto una actitud ingenua, impositiva o hasta traidora. Lo siento por ellos y por toda la sociedad. Ah, si algún día la sociedad le hiciera caso a Dios… Nosotros, los que conocemos a Dios (o al menos tratamos de conocerlo) tendremos la satisfacción de haber actuado inteligentemente a pesar de nuestra ignorancia.