Si no es por motivos de seria enfermedad, no usan calefacción. No comen carne. Al año, madrugan 365 días o, si es bisiesto, 366. Impensable el aire acondicionado en verano (ni siquiera en caso de que una generosa fábrica quiera donarles tecnología)… Nada de agua caliente, ni en invierno. Duermen sobre un camastro sin colchón. Un día y otro día…. Y si les preguntas por qué, te lo explican.
Otros, si nos faltara tan sólo una de estas comodidades, estaríamos ya al borde de la histeria, o a punto de convocar una huelga o de presentar una demanda ante el tribunal competente por el derecho conculcado del libre acceso a la calefacción.
Alegría, sencillez, candor, pureza, generosidad, fe…, mucha fe… Lo que menos les interesa es ser valoradas por el mundo. Pero, sin buscarlo, brillan y quien accidentalmente es testigo ocular de ese resplandor no puede dejar de contar lo visto y oído… Su vida es capaz de interpelar a todo un planeta tan en otra dirección. Ellas, al ingresar soberanamente libres al convento (del que sólo saldrán si una enfermedad les lleva al hospital o si les anuncian un traslado permanente a otro convento) se separaron del mundo y de sus vanidades, sufrieron la lejanía física de sus seres queridos, se despidieron de los amigos y amigas, renunciaron al amor de un esposo y de unos hijos… Para unirse al Esposo y dar su vida en rescate de todo ser humano. Para dedicarse por entero a un Dios que no ven con retinas humanas pero que abrazan todos los días con la fe: ese regalo divino que ve lo que el ojo más preciso no registra y que escucha lo que el oído más agudo no percibe… Ellas son un tesoro de la Iglesia. Son las carmelitas descalzas y tantas otras monjas de clausura esparcidas por los cinco continentes.
¡Qué valentía detrás de cada una de estas jóvenes y ancianas! Y, si les preguntas, posiblemente te dirán que no, que no es valentía, que Alguien las llamó y que a pesar de sentirse indignas de la invitación respondieron con temblor que sí y que no se arrepienten y que mueren porque no mueren y otras cosas por el estilo que sonarán a los inquilinos del siglo XXI a locura y a escándalo y a insensatez…
Todas visten el mismo hábito pero cada hermana es una historia muy personal que se ha convertido en sagrada en cuanto que forma parte ya de la Historia de la Salvación. Algunas son jóvenes, otras apenas pueden moverse tras una larga vida dedicada en cuerpo y alma a desgastarse por amor a su Señor, lejos de los ojos del mundo… Y en todas ellas late un corazón siempre nuevo, siempre fresco.
Ellas creen en la oración, en el sacrificio, en el rosario de María, en el trabajo, en el silencio, creen en la paz, creen en el valor de cada ser humano, creen en el Señor de la Historia. Y, sin salir de unos muros, sin sentarse en un curul parlamentario, sin dirigir ninguna empresa, sin presentar exámenes para adjudicarse algún buen puesto, sin administrar ningún hospital, sin construir ninguna autopista… sufren con el mundo, se acongojan de sus miserias, se alegran de sus triunfos…. y lo curan, lo construyen, lo transforman… Misteriosamente… Y lo misterioso no es antónimo de lo real.
Mientras el mundo se esfuerza por acumular riqueza, ellas atesoran pobreza y sacrificio. Mientras muchos luchan desesperadamente por liberarse de toda autoridad, ellas se sujetan libremente a la Madre Superiora porque la ven como instrumento del querer de Dios. Mientras generaciones enteras liberalizan las costumbres y la moral, ellas prometen virginidad y dedicación absoluta a su Cristo por el resto de su vida, a ese Cristo presente también en cada prójimo.
A los visitantes los reciben en una parte del monasterio que se llama locutorio. Es una sala suficientemente espaciosa. En uno de sus muros se aprecia una ventana sin cristal, suplido éste por una reja cuadriculada de hierro. Más al fondo se observa una rejilla de madera formada sólo de palos verticales. Entre una reja y otra hay una distancia de unos 40 centímetros que equivale al grosor del muro. Las monjas hablan detrás de esos maderos. Se trata de una expresión más de su vivir sólo para Dios.
¿Quién puede dejar de sentirse interpelado? ¿Quién no queda sanamente confundido ante tan insólito modo de vida? ¿Quién por lo menos no puede dejar de lanzar alguna hipótesis, como la de que están locas o la de que se han autoesclavizado o que están enfermas o que huyen cobardemente de la realidad o que se trata de un extraño fenómeno psicológico…? Pero como toda hipótesis, para que sea digna de crédito, debe ser comprobada…
Visítalas. Encuéntrate con ellas. ¿Por qué no? Ellas reciben a quien toca su puerta. Si lo que temes es pasar frío, no te preocupes, porque aunque de su lado no ponen calefacción, en la parte del visitante sentirás un sabroso radiador funcionando a todo kilovatio. Quizá te des cuenta de que todas esas cosas que para ti son rarezas resulta que a ellas les conducen a una realización plena. Tal vez seas testigo ocular de una felicidad que no podrás explicar: su sonrisa no es falsa, su candor no es de este mundo, su felicidad no es pasajera.
Al final de la visita, las hermanas quisieron cantar una canción. Sobre su vida, sobre su monasterio, sobre su Dios crucificado, sobre el dolor y la felicidad… En una de las estrofas, dirigiéndose a su convento, cantaban: “Si el mundo lo supiera, escalaría tus muros”…
Pero, a veces, el barro incrustado en nuestros pies ¡cómo anega los deseos de escalar muro arriba!
La visita duró unos minutos. El locutorio se cerró. Los huéspedes salimos al mundo con un trozo de su cielo en los bolsillos y en el corazón. Ellas se quedaron ahí, detrás de las rejas, con sus verduras, con su agua fría, con su huerto, con su oración, con su misión de salvar al mundo entero… A solas con su Cristo…
Sí, lo entiendo.
Grande es.
Envidia, sí.
Aquí resuena.