Cada vez más estudios evidencian lo que es obvio: si nacen pocos niños y si hay una elevada esperanza de vida, las sociedades entran en una situación anómala, porque aumenta el número de ancianos y no resulta nada fácil hacer cuadrar ingresos y gastos.
Lo obvio, sin embargo, no puede hacer olvidar tres ideas fundamentales en la vida de los pueblos. La primera: el nacimiento de los hijos es siempre una garantía para el futuro. La segunda: los ancianos merecen el respeto debido a su condición humana. La tercera: la economía sirve al hombre, y no el hombre sirve a la economía.
La decadencia de los pueblos inicia cuando bajan seriamente las tasas de la natalidad. Este tipo de fenómenos tiene diversas causas. En el mundo contemporáneo, especialmente en algunos países considerados como “desarrollados”, ha habido una fuerte disminución de la natalidad debido a la difusión de los métodos anticonceptivos, a la práctica generalizada del aborto, y al retraso de la edad en la que muchas mujeres tienen su primer hijo.
Este conjunto de factores ha llevado a un descenso radical del número de nacimientos, hasta llegar a situaciones en las que, como media, las mujeres tienen 1,2 hijos. Se trata de una tasa de fertilidad sumamente baja, que hace imposible un normal reemplazo demográfico.
Una sociedad con tan pocos hijos no puede sobrevivir a la larga, a no ser que acoja muchos inmigrantes y se reorganice según nuevas estructuras culturales, aptas para la integración de los recién llegados y para la convivencia no conflictual con las poblaciones autóctonas.
Sin embargo, la llegada de inmigrantes soluciona sólo en parte el problema, pues en ocasiones, con el pasar de los años, los recién llegados se adaptan al estilo de vida del lugar a donde llegan y empiezan a disminuir sus tasas de natalidad. De este modo, el proceso de agonía se alarga, pero no es sanado.
La curación de las bajas tasas de natalidad no es fácil. Se requiere un cambio cultural profundo, en el que se descubra el valor de cada hijo, en el que la sociedad apoye y sostenga a las mujeres que empiezan a ser madres, en el que se promueva una sana vida familiar, que permita a los esposos abrirse con esperanza a la llegada de los hijos.
Si la sociedad se abre al hijo como un don, si lo valoriza como una riqueza, si defiende su vida, si invierte en su educación, será posible aumentar las tasas de natalidad, aunque los efectos benéficos de este cambio sólo se harán sentir después de un largo periodo de tiempo.
Respecto de los ancianos, la mejora de la calidad de vida explica su aumento en algunos lugares del planeta.
En casi todas las sociedades ha habido ancianos. Una característica de las civilizaciones sanas ha consistido en el respeto y veneración hacia los mismos, como miembros cualificados que han dado mucho a los demás y que todavía pueden ofrecer sabiduría y experiencia a las nuevas generaciones.
Por desgracia, la mentalidad que ha promovido injusticias como las del aborto alentará el deseo de marginar e incluso eliminar a los ancianos, a los que se verá como individuos no productivos y como fuente de costos sociales.
Esa mentalidad hostil hacia los ancianos y enfermos se hizo presente ya en la Alemania nazi, y ha sido nuevamente narrada en relatos “futuristas”, como en la novela “El dador” de Lois Lowry. Decir que se trata de exageraciones es cerrar los ojos a la realidad: el deseo de reducir costos se hará cada vez más fuerte, y se convertirá pronto en una presión psicológica creciente sobre los ancianos para que decidan terminar su vida terrena. Los que se opongan a esa presión serán marginados, y no faltarán voces que pidan su eliminación, desde una mentalidad totalitaria que piensa más en el ajuste de las cuentas que en la dignidad de las personas.
Frente a este tipo de tentaciones, hay que responder con la tercera idea enumerada al inicio de estas líneas: la economía sirve al hombre, y no el hombre sirve a la economía.
La economía tiene, ciertamente, sus “leyes”, si bien la historia ha mostrado en muchos modos que cuando no cuadran las cuentas es posible imaginar y promover nuevas formas de organización capaces de solucionar, al menos en parte, los problemas fundamentales.
El que cuadren las cuentas resulta importante para la buena marcha del sistema. Pero en función de las cuentas no se puede despreciar a los hijos, como si fueran un peligro para la economía. Ni tampoco se debe marginar a los ancianos, como si fuesen un costo improductivo para la sociedad.
La economía sana sólo puede construirse sobre un principio fundamental: el respeto hacia todos los seres humanos. Por lo mismo, cualquier medida económica debe mirar siempre al bien de todos los miembros de la sociedad, desde los no nacidos hasta los ancianos y enfermos. De este modo, seremos capaces de construir sistemas de convivencia abiertos, solidarios y acogedores de todos.