Nos cansamos de tener la mesa siempre igual. Llegó el momento del cambio.
Probamos de un modo, probamos de otro. Un día el dolor de cabeza nos hizo comprender que la luz debía llegar de otra manera. Otro día fueron los brazos quienes se quejaron de la nueva posición. Después, la espalda, siempre inquieta, no acababa de sentirse cómoda en la silla.
Tras varios intentos, al final volvimos a la situación de antes. ¿Perdimos el tiempo?
A veces los cambios llevan a resultados buenos: encontrar un modo más sano e inteligente de disponer las cosas permite mejorar el ritmo de trabajo y estar un poco más serenos. Pero otras veces la insatisfacción renace: no es tan fácil organizar las cosas que tenemos a la mano.
El deseo de cambios aparece con frecuencia en los corazones. Otras veces, sin embargo, sentimos el deseo de dejar las cosas como estaban: si esto ha funcionado más o menos bien (lo perfecto es imposible en este mundo), ¿para qué intentar cambios y cambios que nos quitan el tiempo y no aseguran resultados positivos?
Encontrar un equilibrio entre lo conocido y lo novedoso no es fácil. Hay quienes se pasan casi toda la vida de cambio en cambio, porque nunca llegan a la situación y al sistema que les satisfaga plenamente. Otros caen en el extremo opuesto, y siguen con la misma silla y con la misma postura corporal, sin darse cuenta del daño que producen a su espalda y a sus ojos.
Cambiar o no cambiar, ¿es esa la cuestión? A veces sí, a veces no. Más allá de la pregunta, hay otra que es mucho más importante: ¿podemos empezar a pensar menos en nosotros y más en quienes viven a nuestro lado? Quizá entonces sí valga la pena emprender algunos cambios urgentes, que nos permitan vivir de modo menos egoísta y con un corazón un poco más grande y generoso.