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Identidad perdida: cuando nos encontramos con lo que verdaderamente somos

En mi visita al hospital general me encontré con un nuevo paciente. Su figura no era diferente de los demás; más aún, era simpático y alegre. Aunque su problema era grave, él no sufría en lo más mínimo. Cuando llegué, la trabajadora social me mandó hablar para darme a conocer el expediente de Alejandro. Hacia doce meses que se había accidentado en una motocicleta. De milagro estaba vivo. Ahora se acercaba el día para darlo de alta. Pero había perdido la memoria.

Con el expediente en mano, me vi obligado a tener una responsabilidad más estrecha con este paciente. Lo primero que teníamos que hacer con Alejandro era ayudarlo a recordar quién era hasta antes del accidente. El primer día fue de presentación. Se dio un trato directo y de confianza mutua. El tiempo pasó y no encontrábamos respuesta alguna en los “estantes” de su pasado. ¿Quién era él? ¿Quién era Alejandro Ruiz González? Durante su recuperación física nos dimos tiempo para salir de los territorios del inmueble. Los siguientes días fueron impactantes. En cierta ocasión, caminando por la ciudad, nos topamos con un grupo de jóvenes que vestían todos de negro y con rostros pálidos, cual color de la cera. Alejandro me preguntó: – ¿Quiénes son?  –Son los «darketos», le dije. – ¿En qué piensan? Preguntó nuevamente. –En nada, le contesté. Todo está acabado para ellos. No hay esperanza en la vida. Por eso se visten de negro. – ¿Qué es la esperanza? Me volvió a preguntar. –Es la certeza de que algo mejor vendrá; le dije sin titubeos, pues quería que eso fuera parte de su vida. Y así fue, Alejandro no tuvo que reflexionar mucho para comprender esa palabra. Inmediatamente dijo: –Yo creo que siempre vendrán tiempos mejores. Mi vida tiene esperanza.

Caminamos por otras calles buscando algo que hiciera a Alejandro recordar su pasado, hasta que se nos acercaron unos niños sucios. En sus manos traían una bolsa con algo amarillo dentro. Muy sonrientes nos pidieron una moneda. Se las dimos y se retiraron. Alejandro me miró y preguntó: – ¿Yo hacía lo mismo antes? Mi respuesta fue tajante. –No. Le hice ver que su físico no tenía los desgastes provocados por la drogadicción. Al respecto tuve que hacerle ver cómo se destruyen la vida los que caen en ese vicio. –Pero ¿por qué lo hacen? Me interrumpió Alejandro. Traté de ser claro con él y le dije que la sociedad nos propone estilos de vida, y hace caer a algunos en esa situación. El desempleo, la corrupción, la pobreza, la explotación, la violencia y la avaricia dominan ciertos sectores de la sociedad en los que gana el más fuerte. Y hay algunos que no tienen fuerzas ni para defenderse. La droga es lo único que los hace sentirse dueños de sí mismos y de su vida–, le dije con pena. Alejandro no pudo dormir ese día, y al día siguiente me seguía preguntando sobre aquellos indigentes. En otra ocasión encontramos una manifestación estudiantil. Se acercaron algunos de ellos a un lado de nosotros para pintar algunas insignias en las paredes. Otros más comenzaron a agredirse con palos y cadenas. Alejandro no aguantó más y me pidió que nos retiráramos de ese lugar. Su mente era un mar de preguntas: ¿Por qué la violencia?, ¿por qué su diferente forma de vestir? Cuando hubo tiempo de platicar, le expliqué que en la etapa de transición de adolescente a joven se dan muchos cambios de personalidad, y que el adolescente sueña siempre con encontrar una con la qué se sienta a gusto. Pero mientras la encuentra, busca de muchas maneras llamar la atención, a veces poniendo en peligro los grandes valores de la vida. Tome en ese momento la Biblia y le dije, mira lo que nos dice, lo que te dice a ti en especial Dios en su palabra: «Ahora, mejor que nunca, estás de frente a tu realidad. Voy a revelarte tu identidad. Tú eres un extranjero que está de paso en este mundo, no eres de aquí, y no debes dar lugar a los deseos humanos que luchan contra el alma (cf. 1 P 2, 11). Nosotros somos de Dios, porque todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (cf. 1 Jn 4, 5; Col 3, 12-14). Tú eres su hijo, y debes vivir en la justicia, en la paz y en la alegría (cf. Rm 14, 17). La mentira y el odio deben de ser arrancados de tu corazón, porque cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios (cf. Rm 14, 12)». Alejandro me miraba muy atento, con los ojos abiertos casi conteniendo la respiración. Proseguí: «Cuando tengas alguna duda pide consejo a las personas prudentes (cf. Tb 4, 18). Somételo todo a prueba y quédate con lo bueno (cf. 1Tes 5, 21). Anima igualmente a los jóvenes a ser juiciosos en todo; hazlo con toda pureza y dignidad. Así sentirá vergüenza  cualquiera que se te  ponga en contra, pues no podrá decir nada malo de ti (cf. Ti 2, 6-8).  Por último te pido que no te avergüences de dar buen testimonio a favor de Dios, ya que Él, a su debido tiempo, te premiará (cf. 2 Tim 1, 8)». Y a partir de ese momento, Alejandro comprendió que, en realidad, eran otros los que habían perdido el sentido de su vida y que nosotros debíamos ayudarles. Alejandro descubrió que era hijo de Dios y así debía de comportarse.

Hasta la próxima.

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